A LA MUERTE
I
Muerte,
fatal término, ausencia por siempre.
Sólo el campo yermo que nos recibe,
de su tierra, nuevo abono.
Nunca más la fragancia de la brizna de hierba
ni el arder de encendidos leños;
tampoco la fina llovizna de la ola rompiente
en el rostro de frescura ávido.
II
«Era nuestra madre», dirán después los hijos
con ternura en los ojos.
El dolor de la ausencia, olvidados objetos
mañana joyas auténticas.
«Ella decía...», repetirán las frases
antes molestas
a causa de desgano
o ansias de silencio
o sueños de libertad.
Sílabas musicales enhebrarán palabras en recuerdos imperiosos,
desesperación de volver a vivir en el tiempo...
Tarda respuesta a un canto de amor.
«¿Recuerdas aquel gesto?
»¿Y su sonrisa triste?
»¿Y su pensamiento fijo en nosotros?
»¿Sus manos, suavidad de alas rozando nuestros rostros?
»¿El paso quedo junto a nuestro lecho en la alta noche
y el murmullo de plegaria para encomendarnos a Dios?»
III
Poco a poco el ausente
más lejos cada vez en el recuerdo
—que alguien siempre lo reemplaza—;
sus cosas van perdiendo la fragancia que de él se desprendía,
impregnándolas;
la manera de inclinarlas no es la misma
y en el tiempo
va cambiándoselas de sitio.
Cada día su nombre acude menos al labio.
Las lágrimas en manantial ya no brotan;
tan sólo de a una
que se enjuga furtiva.
Hasta que todas secan
agotada la fuente de dolor.
Un velo cubre entonces la imagen en la retina,
la maleza oculta la antes nítida figura en todo paisaje,
visten los ambientes colores de seres distintos
que distraen,
va el alma tras vivencias nuevas.
Y un día
se llora el olvido.
(Tú, Muerte tan temida,
sólo eres un pretexto:
el olvido es más cruel que tu guadaña.)