Lo que es cierto es que en México ha surgido una nueva ortodoxia historiográfica que ha desafiado las distinciones artificiales y maniqueas entre Porfiriato y Revolución, expresadas en términos de reacción contra revolución, oscuridad contra luz, blanco contra negro. En consecuencia, se reconoce ampliamente que es necesario localizar las raíces de la identidad del México moderno –su sistema político, su estructura económica y su proyección cultural– en el Porfiriato, y no sólo en la época post-revolucionaria. El Porfiriato fue testigo de una nueva fase, de una serie de luchas que caracterizaron el prolongado y doloroso proceso de formación del Estado secular y la construcción de la nación a lo largo del siglo XIX. Entre otras, la lucha por establecer un modus convivendi entre la atávica preferencia por la jerarquía y estructuras políticas autoritarias antes de y durante el periodo colonial, y el culto al liberalismo y constitucionalismo decimonónicos; la lucha por vincular desarrollo capitalista, progreso material e industrialización, con estructuras y prácticas precapitalistas, y el esfuerzo para abarcar las profundas y diversas tensiones culturales generadas en una nación que apenas emerge de su pasado colonial y busca librarse de las cadenas de la “tradición” abrazando las ambiguas atracciones de la “modernidad”.
Desde una perspectiva más amplia, estos cambios en la historiografía y en sus objetos de estudio en México se reflejan en un ámbito académico (bien establecido actualmente) de estudios sobre formación de nación e identidad cultural –incluyendo sus subdivisiones de museología, monumentología y estatuología–, que en las últimas décadas ha incrementado, de manera masiva, sus niveles de producción y productividad a través de la academia, especialmente en Francia y sobre todo en Estados Unidos. En vista de esta proliferación de investigación teórica y empírica sobre identidad nacional e iconografía, vale la pena examinar primero, más a fondo, algunas de las diferentes formas en que las fiestas conmemorativas podrían interpretarse de manera provechosa.
¿Deberían tomarse, como en la famosa formulación del historiador cultural francés Pierre Nora, como lieux de mémoire (sitios de memoria cultural), reflejo de la experiencia de modernidad que emerge cuando la “historia real” (lo que Nora llama milieux de memoire o “ambientes reales de historia”) deja de ser parte del material de la vida diaria?1
En tanto que las reflexiones de Nora podrían ser útiles para distinguir e identificar la periodización de la historia y su representación como marco para explorar la construcción y el juego entre memoria cultural e historia, su crítica de la práctica de la historia y la historiografía resulta mucho menos aprovechable, ya que ridiculiza con cierta pasión su papel en la destrucción de la memoria. Según él, la memoria, ya sea individual o colectiva, es positiva y “orgánica”. Sostiene, en una afirmación memorable, que “memoria es vida” mientras que denigra la historia, o aun peor, la historiografía, como “intelectual, secular, prosaica y relativista”, adjudicándole el “propósito de destruir la memoria”.
El análisis que hacen Eric Hobsbawm y Terence Ranger de la “tradición inventada” tiene una base más empírica y es plenamente aplicable a las celebraciones del centenario en México. Aquí se observa la invención de la tradición esencialmente como “un proceso de formalización y ritualización, caracterizado por la referencia al pasado”.2 Existe, sin embargo, cierta superposición respecto de Nora, pues para estos autores la invención de la tradición también es “una reacción a la modernización y un intento de dar una falsa impresión de permanencia e invariabilidad en un mundo que cambia con rapidez.3
El discípulo más prominente de Nora y Hobsbawm en lo que se refiere a los festejos del Centenario es Mauricio Tenorio Trillo, quien los considera como parte integral de la tentativa de los “magos del progreso” (la élite científica de México) por purgar, calmar y estabilizar el pasado violento de México, y proyectar al presente un pasado reconstruido e inventado a fin de formar una “frontera modernizadora”.4 Tenorio ha identificado lo que él llama una “orgía de modernización” en la representación de México en el extranjero, durante las conmemoraciones que proliferaron en el mundo del Atlántico norte a finales del siglo XIX. Se concentra particularmente en la Feria de París de 1889-1900 y la de Sevilla en 1929. Sin embargo, señala que México estuvo representado en todas las ferias internacionales importantes realizadas entre 1884 (Nueva Orleáns) y 1929 (Sevilla). A pesar de la inteligencia y complejidad del análisis y de la alta calidad de su escritura, en el estudio de Tenorio prevalece la idea de que el concepto de nación de la élite porfiriana era poco más que ficticio.
Claudio Lomnitz comparte la tendencia de este autor al distinguir la construcción de Estado y nación en el Porfiriato de su contraparte post-revolucionaria. Recientemente ha sostenido, por ejemplo, que el “fetiche” o “expresión política” predilecta del Porfiriato era la del Estado progresista e ilustrado, mientras que el fetiche del Estado post-revolucionario era el “corporativismo incluyente”.5 Yo sostendría, en cambio, que estas diferencias son más de grado que de naturaleza.
La conclusión más consensuada (y quizá la más obvia) a que nos llevan estas diferentes aproximaciones al análisis de la construcción y representación de la identidad nacional es que estos procesos nunca están exentos de grietas o discusiones, y siempre contienen profundas contradicciones. Como lo han señalado muchos comentaristas, una de las contradicciones más notorias en el caso de las fiestas de 1910 es la que representa a la Ciudad de México como una ciudad moderna, cosmopolita, parisina, cuando en realidad abundaban la pobreza urbana y la inquietud laboral. Como lo muestra Michael Johns en su radiografía de la Ciudad de México en la época de Díaz, la tasa de mortalidad infantil era proporcionalmente más alta que la de cualquier ciudad de provincia, y duplicaba las de Buenos Aires o Río de Janeiro.6 Un artículo publicado en 1900 en el diario citadino El Mundo Ilustrado, describía así la zona al oriente del Zócalo que, iróni- camente, fue uno de los principales sitios de las celebraciones del Centenario:
Barrios llenos de casas chatas, sucias y cuarteadas que apestan a miseria y putrefacción, donde pulula una multitud diversa de gente asquerosa y desvergonzada <…> si alguno de aquellos turistas superficiales que sólo ven la cara de la ciudad en el centro elegante de placer y dinero, fuera llevado sin saberlo a uno de nuestros barrios y se le preguntara dónde estaba, seguramente no sabría qué decir.7
Toda traza de pobreza urbana fue literalmente eliminada para las festividades, –aun- que sólo de manera temporal– y el relato oficial no da cuenta de ello. Se borró todo lo negativo para mostrar una versión saneada de la ciudad ideal.