¿Para qué tanto, Señor?
¿Por qué tanto empeño en salvarme,
cuando a veces pienso que no estoy perdido?
¿Para qué tanta sangre,
si –tal vez– no le doy valor?
¿Por qué una cruz,
si seguimos sin mirar al cielo?
¿Por qué un corazón tan blando,
cuando el nuestro es tan severo?
¿Para qué un estandarte de amor en Jesús,
si nos vamos por lo placentero?
¿Por qué tanta generosidad,
si encuentras cerrazón?
¿Para qué tu pan,
si no lo saboreamos con fe?
¿Por qué tu vino,
si frecuentemente no le damos valía?
¿Para que una pasión,
si vivimos sin compasión?
¿Por qué un calvario,
cuando preferimos la vida fácil?
¿Para qué subir a Jerusalén,
si preferimos los felices valles?
¿Por qué Cristo en la cruz,
si es mejor vida de luces y no de cruces?
¿Para qué alzar la mirada,
cuando nos seduce la simple bondad de la tierra?
¿Por qué, Tu, oh Dios,
te desprendes de lo que más quieres,
si somos insensibles?
Muchas preguntas, Señor,
para una única respuesta:
por el gigantesco y descomunal amor
con el que Tú nos amas, Señor.
¿Hay mayor felicidad que esa?
Javier Leoz
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