Doña Rosa era una ascensorista de
un viejo edificio de juzgados en Bogotá que usualmente estaba congestionado de
visitantes, los cuales, asustados, perdidos, molestos, afanados o simplemente
apáticos, esperaban atiborrarse en uno de los viejos ascensores.
Cuando se abría la puerta, la
multitud que salía empujaba a la que quería entrar, armando un caos que se
repetía en casi todos los pisos; además del calor y los olores concentrados en
el elevador.
A pesar de esto doña Rosa cuidaba
su máquina como si fuera la más fina y valiosa.
Cada mañana, ella brillaba
las partes metálicas y la aseaba lo mejor posible.
De todas maneras andaba sonriente
y entusiasta, saludaba y despedía al abrir las puertas, disfrutaba sorprendiendo
a sus viajeros frecuentes al recordar sus nombres, hacía bromas para que la
gente sonriera, y respondía de buena gana a toda clase de preguntas.
Aparte
de eso vendía papel oficial, sellos de correo, y en sus pocos ratos libres le
encantaba tejer ropa para bebés.
Un día alguien le preguntó cómo
podía permanecer tan contenta en esa clase de trabajo incómodo, rutinario y mal
pagado.
A lo que ella contestó:
Muchas personas creen que yo actúo
así por la gente, pero en realidad lo hago por mí.
Cuando trato bien a mis
pasajeros me siento satisfecha, si los ayudo, la mayoría me trata bien y me
aprecia.
Sé que mi ascensor es viejo y mal
mantenido, -continuó-, pero cuando lo limpio y lo brillo, me estoy cuidando a mí
misma, porque aunque no es mío, vivo en él muchas horas de mi vida y si lo trato
bien, me va a servir mejor.
¿Y todos los otros ascensoristas
piensan así? -le preguntaron-.
No, -respondió-, algunos de mis
compañeros piensan que su tiempo de trabajo no les pertenece a ellos.
Dicen
que es el tiempo de la empresa.
Parecen ausentes, es como si murieran a las
ocho de la mañana y resucitaran a las seis de la tarde.
Suponen que
trabajando de mala gana van a maltratar al jefe o a otros, cuando en realidad es
el tiempo de su vida, algo que nunca van a recuperar.
Amigo, qué fácil es convertir lo
ordinario y lo rutinario en algo divertido y extraordinario.
Todos los días
puedes hacerlos diferentes.
Las actividades y las personas se vuelven
aburridas cuando le quitas el corazón a lo que haces.
¿Cómo podrías hacer más
extraordinaria tu vida?
La aventura no está en lo que haces, sino en cómo lo
haces.