Pardo el campo y las nubes.
Llueve.
Se entristece la tarde.
Duerme
el bullicio de voces infantiles.
Palidecen
las farolas de rostros ovalados
que al brillo no se atreven.
La calle está vacía.
Nadie viene.
Nadie va; sólo el agua
que a borbotones vierten
los canalones, y que distribuye
turbias caricias a los desniveles.
Un revuelo a lo lejos
de paraguas oscuros que se pierden
en zaguanes y esquinas,
precipitadamente…
Y tú, descalza,
con la única sonrisa que florece
en esta tarde mustia
de tonos grises que a la noche mueren;
sin evitar los charcos, jubilosa,
chapoteante tu zancada breve.
Los brazos extendidos, un zapato
colgando en cada mano, alta la frente,
absorbiendo las gotas, que acarician
el rostro y se sumergen
en la blusa entreabierta,
rodando entre los senos, y se extienden
como un tropel de diminutos dedos
exploradores de la piel del vientre.
Y giras, bailarina,
como quien obedece
al ritmo de una música callada,
que sólo escuchas tú, sólo tu sientes.
Viejas decrépitas tras las ventanas
contemplan y no entienden.
Perdieron hace tiempo la locura
que el corazón en libertad mantiene.
Danza, vuelve a saltar, caracolea,
con fiera intensidad, sin detenerte,
con el atrevimiento
de la mujer que afronta lo que quiere.