Cuenta una leyenda árabe que un viejo monje todos los días tenía que atravesar un largo arenal para ir a recoger la leña que necesitaba para el fuego. En medio del arenal surgía un pequeño oasis en cuyo centro saltaba una fuente de agua cristalina que mitigaba los sudores y la sed del ermitaño.
Un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios un sacrificio: le regalaría el sufrimiento de su sed. Y, al llegar la primera noche, tras su sacrificio, el monje descubrió con gozo que en el cielo había aparecido una nueva estrella. Desde aquel día el camino se le hizo más corto al monje.
Hasta que un día el monje tuvo que hacer el camino con un joven novicio. El muchacho cargado con los haces de leña, sudaba y sudaba.. Y cuándo vio la fuente no pudo reprimir un grito de alegría: "Mire, padre, una fuente!".
Mil imágenes cruzaron por la mente del monje: si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo; pero si no bebía, el muchacho tampoco se atrevería a hacerlo. Y, el ermitaño se inclinó hacia la fuente y bebió. Y el novicio gozoso, bebía y bebía también. Aquella noche Dios no estaría contento con él, pensaba el monje, pues he fallado en mi sacrificio.
Y al llegar la noche no se atrevía a levantar los ojos al cielo.
Cuando al fin lo hizo, con toda la tristeza en el alma, vio que aquella noche en el cielo se habían encendido no una, sino dos estrellas.
A/D