Mientras trazaba un mapa de los
conceptos y escribía gran parte de los
contenidos de este libro, cumplí
cincuenta y siete años. Casi me sorprendió
darme cuenta lo mucho que esta vez me
alegró la fecha. En otro momento de mi
vida, hubiera discutido, como quizás lo
hagas tú ahora, el valor del ritual de
cumplir años. Hasta no hace tanto,
yo sostenía que estas “niñerías” son
pertinentes y razonables solamente en
el mundo infantil de nuestros hijos o
nietos. Para ellos, solía decir yo, el
festejo de cumplir un año más se justifica
ampliamente si lo pensamos como una
mínima compensación anticipada de lo
que se avecina con el crecimiento: el
desembarco de más responsabilidades,
más deberes y cada vez más obligaciones.
Pero a nuestra edad, seguía argumentando,
esto no parece motivo de ningún festejo.
Nuestro propio lenguaje, a veces tan
esclarecedor, parece hacernos saber
desde el principio que el día del
cumpleaños no trae consigo demasiadas
buenas noticias. Combina en su nombre
dos palabras que no en vano nos agobia
pronunciar: “cumplir” y “años”, como si
quisiera condenarnos a envejecer y obedecer,
haciéndonos olvidar, quizás no tan i
ngenuamente, lo que sí se debe festejar.
Porque el día del cumpleaños, ese mismo
día, se festeja nada más y nada menos
que un aniversario más del día de
nuestro nacimiento. En la mayoría
de los idiomas (inglés, francés, catalán,
hebreo y chino por nombrar sólo algunos),
la palabra que se usa para cumpleaños se
puede traducir literalmente como “día del
nacimiento” o “día del aniversario”.
Decididamente, no pretendo empezar
ninguna rebeldía lingüística para cambiar
el idioma, pero quiero conseguir que
seamos conscientes de este hecho más
que condicionante, para evitar que
el peso etimológico de la palabra
“cumpleaños” nos arruine la fiesta.
De hecho, sostengo que:
• Si nos hemos dado cuenta que vivir
es una cosa deseable y nos
sentimos contentos por ello…
• Si hemos descubierto que queda
mucho por hacer y que lo haremos…
• Si podemos sentir más que
“muy de vez en cuando”
alegría al despertar cada mañana…
Entonces, tal vez podamos recuperar
de corazón el deseo de celebrar
nuestros cumpleaños, y porque no
, de compartir con otros la alegrías
de estar vivos un año más.
Y llegados aquí, no será fácil establecer
naturalmente esta sana costumbre que
recomiendo casi a cada persona que me consulta:
HACERNOS, ESE DÍA, EL REGALO
QUE MAS NOS GUSTARÍA QUE NOS
HICIERA NUESTRO AMIGO MÁS CERCANO E INCONDICIONAL.
Es muy sugestivo ver cómo muchos
vivimos pensando y comprando regalos
de cumpleaños para los que queremos
y casi nunca lo hacemos con nosotros mismos.
Vuelvo a mi novedosa experiencia:
• Quizá por mi mayor conciencia de una vida más que afortunada.
• Tal vez por la certeza de sentirme
transitando el camino que yo mismo elegí para mí.
• Posiblemente por la alegría de que mis
años me encuentren embarcado en un nuevo proyecto.
• Seguramente por estar asistiendo, orgulloso,
a la madurez de mis dos hijos.
• Probablemente, por la suma de todo
lo dicho y más cosas, este
año celebré mi 57° cumpleaños.
Fiel a lo que enseño, me regalé la última
grabación de Rigoletto en las Arenas de
Verona y también una más que discreta
reunión, a la que me di el gusto de invitar
a mis amigos más queridos, a algunos
colegas y a muchos compañeros de ruta
a los que hacía mucho tiempo no veía.
Allí, en la fiesta que me había montado para
compartir mi alegría, confirmé lo que sostengo
desde hace muchos años: ningún vínculo
constructivo con los demás se puede establecer
y fortalecer si no se apoya en una buena
relación de cada uno consigo mismo.
Y este concepto no es más que la mejor
expresión de la necesaria cuota de sano egoísmo.
Un camino cuyo último paso coincidirá
con la autorrealización,
y cuyo primer paso no puede ser
otro que el de conocerse, saberse, descubrirse….
• Des-cubrirse, es decir,
quitar la cobertura que me impide verme.
• Animarme a dejar de lado las máscaras.
• Mostrarme ante mí y ante los demás tal como soy.
• Asumir la responsabilidad de todo lo
que soy; que incluye todo lo
que hago y todo lo que digo.
Conocernos es el primer paso si
pretendemos pedirles a los otros
que sean observadores de nuestras vidas.
Conocernos consiste en tomarnos
el tiempo de mirarnos interiormente,
conectar con lo que creemos, con lo que
pensamos, con lo que sentimos y con lo
que somos, más allá de
todo lo que a otros les gustaría.
Conocernos es empezar
por el principio. Por la primera
de aquellas tres preguntas
existenciales que acompañan
al hombre desde los tiempos más lejanos
y que aparecen en todas y cada una de
las culturas ancestrales:
¿Quién soy? ¿Dónde voy? ¿Con quién?
Tres preguntas que, como siempre digo,
deben ser contestadas en ese riguroso
orden, aunque solo sea para impedir
que sea mi rumbo el que determine quién
soy y acabe volviéndome esclavo de
mi camino. Tres preguntas que,
respondidas en orden, una
y otra vez, alcanzarán para evitar que mi compañera
o compañero de ruta se crean con el
derecho o la responsabilidad
de decidir por mí el camino a seguir.
Un cuento algo Kafkiano nos ayudará
en este punto a reírnos de nosotros mismos.
Un hombre viaja en metro.
Está pensando en el trabajo que le espera en la oficina.
De repente, alza la vista y le parece
que otro hombre en el asiento
de frente lo mira fijamente.
En su abstracción, ni siquiera nota
que lo que ve es solamente
su imagen reflejada en un espejo.
-¿De qué conozco a este tipo?- se
pregunta al notar que su rostro le es familiar.
Vuelve a mirar y la imagen,
como es obvio, le devuelve la sonrisa.
-Y él también me conoce- se dice en silencio.
Por más que intenta dejar de pensar
en esa imagen de la cara familiar, no
consigue alejarla de su pensamiento.
El hombre llega a su destino y, antes
de ponerse de pie para bajar del tren,
saluda a su supuesto compañero de viaje
con un gesto que, como no podía ser de
otra manera, el otro le devuelve inmediatamente.
-¿De qué conozco yo a este tipo?
Cómo le gustaría tener una fotografía
de ese hombre para poder mostrársela
a sus compañeros. Quizá alguno
de ellos podría ayudarle a identificarlo…
Al finalizar su jornada, decide caminar
hasta su casa para darse el tiempo
de buscar en su memoria.
Una hora más tarde entra en su apartamento,
todavía sin respuesta. Se ducha, cena,
mira la televisión, pero no puede prestar atención.
-Dónde he visto a este hombre?-se pregunta todavía al acostarse.
A la mañana siguiente se despierta con una sonrisa…
-Ya sé- dice en voz alta, sentándose de
golpe en la cama y golpeándose la frente
con la palma de su mano-
¿Cómo no me di cuenta antes?
Ha resuelto el problema que lo tenía preocupado.
-¡Lo conozco de la peluquería…!
Si no empezamos por conocernos será
imposible saber quiénes somos,
reconocernos en nuestros actos y hacernos
responsables de cada uno de ellos.
Nunca sabremos con claridad cuál es
le límite entre el adentro y el afuera.
Si es cierto que queremos conocernos,
debemos aprender a mirarnos con valentía,
decidiendo simplemente ser,
aún a riesgo de perdernos por un rato.
Solo así podremos lograr que sea nada
más que lo interior lo que nos defina.
Una tarea de por sí difícil, sobre todo
si uno pretende afrontarla sin aislarse
de los demás, sin renunciar a sus
grupos de pertenencia social, familiar
o laboral. Y que quede claro que esto no
significa ignorar a los demás ni volverse
sordo a sus opiniones, entre otras cosas
porque sé que necesitamos de sus miradas
para completar nuestra percepción de
nosotros mismos, pero ver todos esos
aspectos que se ocultan en puntos
ciegos a nuestra mirada; eso significa
no condenarnos a andar por el mundo
preguntando a los demás
quiénes somos o cómo deberíamos ser.
¿No deberíamos anticipar lo social a lo individual?
Ahora, sigo sosteniendo que al objetivo
del bienestar común le vendría muy bien
que cada uno empezara por ocuparse
de su propio desarrollo, aunque solo sea
para ayudar de la forma más apropiada, justa y eficaz al prójimo.
Durante la semana el niño había
perseguido literalmente al padre
por toda la casa con su tablero de
parchís debajo del brazo. Quería que
el hombre se sentara con él a cumplir
su promesa de jugar una partida para
estrenar el nuevo tablero que le habían
regalado para su cumpleaños.
- Ahora no puedo, Huguito- le había
dicho más de una vez-, tendremos que esperar al fin de semana…
Por eso el sábado, apenas se levantó,
Hugo vio a su padre sentado en el escritorio,
y corrió a su cuarto a buscar
el tablero todavía sin estrenar.
-Hoy es fin de semana, ¿no, papi?-
preguntó el pequeño.
-Sí, hijito- reconoció el padre-, pero ahora
tengo que terminar un trabajo atrasado.
Pídele a tu madre que juegue contigo…
-No, no- protestó la pulga de
seis añitos-Tú me prometiste…
-Es verdad. Pero en este momento tengo
otras cosas más urgentes que atender…
-¿Y cuándo vas a terminar de atender esas cosas?
-Dentro de dos horas- dijo el padre
exagerando, con la intención de desanimarlo.
-¡Buf!… –dijo el niño, y dándose la vuelta salió de la habitación.
La aguja grande había alcanzado a la
pequeña justo cuando ésta llegaba al número
1, y eso, según le dijo su madre, significaba
que habían pasado exactamente dos horas.
-¿Jugamos ahora, papi?
-No, hijo. Lo siento. Todavía
no he terminado con mis cosas…
-Pero tú me dijiste dentro
de dos horas… Eso es mentir.
-No seas así, Huguito, tengo trabajo pendiente.
El niño ya empezaba a dejar escapar un
par de lágrimas, cuando su padre tuvo
una idea. Cogió de su escritorio una revista
que mostraba en la tapa un colorido mapa
del mundo con división política.
-Mira, hijito, te voy a proponer un
juego-le dijo, mientras arrancaba la hoja
y buscaba en el cajón de su escritorio un par de tijeras.
El hombre hizo varios cortes, transformándole
la hoja en un montón de papeles de forma irregular.
-Esto es un rompecabezas…
Un puzzle como lo llamas tú.
El juego consiste en montar el mapa
del mundo poniendo cada país en su sitio
–dijo el padre-. Cuando termines de montar
al mundo, jugaremos al parchís.
El padre sabía que, sin tener idea de cómo
era el planisferio, el niño tardaría más de
una hora en montarlo y que eso los llevaría
hasta el almuerzo. Después de su siesta,
quizá podría finalmente sentarse a jugar
con su hijo, como le había prometido.
Otra vez resoplando, pero intuyendo
que si no aceptaba esas condiciones
no habría parchís, el jovencito cogió los
papeles que su padre le daba y se fue a su cuarto.
Pasaron cinco minutos, quizás seis,
cuando Huguito entró en la habitación
con el mapa del mundo perfectamente montado.
Cada país en su sitio y toda la
hoja pegada con cinta adhesiva.
-Ya está, papi. ¿Ahora vamos a jugar parchís?
El padre sonrió, confuso.
-¿Pero cómo lo has hecho?- Preguntó
examinando el perfecto resultado-.
Si tú nunca has visto un mapa del mundo,
¿cómo lo has montado tan rápido?
-No, papi… Yo nunca había visto un
mapa del mundo como éste… Cuando
lo recortaste yo vi que en el otro lado
de la hoja había una foto de un hombre.
Entonces, al llegar a mi cuarto, di la
vuelta a los papelitos y coloqué las partes
del señor, una al lado de la otra.
Fue fácil. Cuando terminé de acomodar
al hombre, el mundo se acomodó solo.
Puede que sea una deformación personal,
pero después de tantos años estoy
convencido de que solamente trabajando
con los individuos será posible que
se dé el cambio que queremos para el mundo.
Será por una deformación profesional,
pero después de tantos años sigo
creyendo que solamente sabiendo
quiénes somos podremos empezar
el trabajo de ser mejores para
nosotros mismos y para la humanidad.
Bucay, Jorge. (2007) 20 pasos
hacia delante (Tercera edición).
Buenos aires, Argentina. Editorial Del Nuevo extremo