Te encontré en la alameda, cuando ya la noche se desmayaba entre los árboles. Mi barco fondeó en el puerto, y yo me sentía un ciego con hambre de carne y de luz. El cielo era un choto que lloraba, rodeándonos. Amarré tu talle al pico lacrimoso de la brisa, noté por la lengua el cuchillo de este amor que desde entonces cava en mí sus pozos. Quédate quieta, dije. No hables. Cállate. Me pareces una pastora de la jungla. ¿Dónde tengo las manos, mis manos que no siguen los renglones de los astros? Llévame hasta el arroyo, hasta la menta que crece en el bosque. Pon tu dedo en la luna y bórrala con tu hermosura de cristal y azules. Y ven después, amor, bebe mi sangre de avispero, siente los mundos que recorren mis ojos cegados por las aguas. Agolpé mis labios, tan resecos, en tu nuca, un largo naufragio. Y sucediste en mí, eras la garza submarina, eras la vida venciéndome despacio. Pelo suave, entraña suave tan cercana, entreabierta caricia. Unos dientes empedrando las sombras. Te deshice en mi piel cuando sentí tu abrazo de calor y vino llegándome hasta el fondo, tan dentro como los huesos. Eras de pan, dos sílabas desnudas habitaban tu nombre, y yo, una estatua herida por el músculo. Escarcha en la salina y pisada en la arena que se cubre de pronto de un vuelo de cenizas. Yo corrí como un río que anida en el paisaje. Estaba mi corazón ansiando tus dedos, desollado por un dolor que nadie tiene. Estaba mi corazón así, como una fruta que mordías, como tierra de estrellas que, más tarde, tú plantaste en la vida.
|