Esta es la casa; es nuestra. Esta es su música; las exigencias todas de la vida pasaron por sus habitaciones, por el ascua quemante de sus fronteras; la locura de quienes emprendieron una empresa más ancha que sus fuerzas, el sueño que los fue desgarrando, esa sal escogida que salpicó las llagas de su vasto martirio.
Es nuestra. Aquí resuenan músicas melancólicas, instrumentos que exaltan querencias y alegrías. Le pertenecen la quietud antigua y los hechos sangrientos. Sus ríos, los espejos, recogieron despojos de injuria y desventura (por eso es esta música); obsedieron a sus hijos colores de aturdidos relámpagos, sus manos apresaron los frutos de una infausta cosecha. Su música es así. Descansa ahora en un boreal tembladeral de pájaros, de plumas amarillas, de crucifijos deslavados, rotos. Y es hora de preguntarse ¿qué trajimos para ungirla a un estado de habitación del hombre; se habrá sentido, como cal viva en los ojos, la tribulación de su destino? ¿Qué tembloroso cántaro amasamos, qué súplica o trastorno, qué empeño y asechanza para evitar la herida de su piel, esa absorta mirada de sus ojos terribles como una acusación? ¿Habremos, pues, cumplido con el deber que hiciese merecer habitarla?
Es nuestra. Esta es su música. ¿Qué rencores oscuros le habrán tejido esa circunferencia, el halo que empurpura sus techumbres? ¿La enemistad como un osario vano entre sus hijos? ¿El desconsuelo de las cruces plantadas en su sueño y la obliga a prosternarse a solas junto a su sombra rota, a la intemperie, al umbral del orgullo que vela su infortunio?
A saco habrán entrado en ella los Impuros, los cómplices del ritual del crimen; habrán entrado a saco con miserables máscaras que engendra la codicia; habrán marcado un día trágico por sus muros. trágico de fatalidad, espúreo como el inicuo cuervo sobre el árbol desierto en cuya raíz de hueso reposan los desnudos. Su música es así, una cifra de dulce acento humano, un anuncio previo de acusación anudado a la rueda del destino y al párpado de los muertos, melodía incesante en el desgaste del desierto cubil, sonido desgajado de un instrumento oscuro con imagen de reja y cautiverio.
Todo saldrá de aquí, de su piedra y su polvo, de su migaja el pan, de su venero verde la cosecha, de las estancias tristes la temblorosa noche de la revelación y los rebeldes; de aquí la sangre, el fuego, de los cuencos vacíos la mirada final y salvadora, como un amor que brota de madrigueras hondas de escarnio y menosprecio.
No habrá ya que olvidar decir su nombre de música y quejumbre, ese nombre de selvas que prohijó nacimientos, muertes, inmolaciones, sea amarga sobre los labios, del hombre; nombrarla en trance marcarla a hierro lento en nuestros huesos; a cada instante repetir su nombre (como triunfo o condena) mentar esas señales remontadas a tiempos de arcilla fatigada, de plumajes y tribus destruidas, nombrarla siempre, morder su nombre de sol inevitable (como virtud o pecado), llevar su nombre en la carne como esta lleva su corrupción, seguir nombrándola y desvestirla toda con el rebozo intacto de esa música dulce, inmemorial, desamparada música de un anhelo insaciable.