CUARTA ESTACIÓN
Se ha abierto paso en las filas una doliente Mujer. Tu Madre te quiere ver retratado en sus pupilas. Lento, tu mirar destilas y le hablas y la consuelas. ¡Cómo se rasgan las telas de ese doble corazón!. Quién medirá la pasión de esas dos almas gemelas!
¿Cuándo en el mundo se ha visto tal escena de agonía?. Cristo llora por María. María llora por Cristo. ¿Y yo, firme, lo resisto?. ¿Mi alma ha de quedar ajena?. Nazareno, Nazarena, dadme, siquiera, un poco de esa doble pena loca, que quiero penar mi pena.
QUINTA ESTACIÓN
Ya no es posible que siga Jesús el arduo sendero. Le rinde el plúmbeo madero. Le acongoja la fatiga. Mas la muchedumbre obliga a que prosiga el cortejo. Dure hasta el fin del festejo. Y la muerte se detiene ante Simón de Cirene, que acude tardo y perplejo.
Pudiendo, Jesús, morir, ¿por qué apoyo solicitas?. Sin duda es que necesitas vivir aún para sufrir. Yo también quise vivir, vivir siempre, vivir fuerte. Y grité: - Aléjate, muerte. Ven Tú, Jesús cireneo. Ayúdame, que en Ti creo y aún es tiempo de ofenderte.
SEXTA ESTACIÓN
Fluye sangre de tus sienes hasta cegarte los ojos. Cubierto de hilillos rojos el morado rostro tienes. Y al contemplar cómo vienes, una mujer se atraviesa, te enjuga el rostro y te besa. La llamaban la Verónica. Y exacta tu faz agónica en el lienzo queda impresa.
Si a imagen y semejanza tuya, Señor, nos hiciste, de tu imagen me reviste firme a olvido y a mudanza. Será mayor mi confianza si en mi alma dejas la huella de tu boca que nos sella blancas promesas de paz, de tu dolorida faz, de tu mirada de estrella.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Largo es el camino y lento, y el Cireneo se rinde. Él se ha trazado una linde en su oscuro pensamiento. Mientras disputa violento, deja que la cruz se hunda total, maciza, profunda, sobre aquel único hombro. Y como un humano escombro cae Jesús, por vez segunda.
¿Otra vez, Señor, en tierra, abrazado a tu estandarte?. Ese insistente postrarte ¿qué oculto sentido encierra?. Mas ya te entiendo. En la guerra por Ti luchando, transido caeré en tierra malherido, ¿y no he de alzarme ya más?. Yo sé que Tú me darás la mano, si te la pido.
OCTAVA ESTACIÓN
Qué vivo dolor aflige a estas mujeres piadosas, madres, hermanas, esposas, sin culpa del "crucifige". Jesús a ellas se dirige. Sus palabras oídlas bien: - Hijas de Jerusalén. Llorad vuestro llanto, sí, por vosotras, no por mí. Por vuestros hijos también.
Por nosotros mismos, cierto. Pero ¿quién por Ti no llora?. Haz que llore hora tras hora por mí tibio y por Ti yerto. Riégame este estéril huerto. Quiébrame esta torva frente. Ábreme una vena ardiente de dulce y amargo llanto, y espanta de mí este espanto de hallar cegada mi frente.
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