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De: campitos0 (Mensaje original) |
Enviado: 31/05/2013 18:00 |
Jueves de la octava semana del tiempo ordinario
Libro de Eclesiástico 42,15-25. Voy ahora a recordar las obras del Señor, y a contar lo que he visto: las obras del Señor salieron de sus palabras, conforme a sus decisiones. Así como el sol ilumina todo lo que está a la vista, así la obra del Señor está llena de su gloria. Explicar este mundo de maravillas es una cosa que le queda grande aun a los santos del Señor. Porque el Señor, Dueño del Universo, le dio consistencia en su propia gloria. El sondea tanto los abismos del mar como los espíritus de los hombres; él ve claro en sus proyectos. El Altísimo conoce todo lo que se puede saber: conoce los signos de los tiempos. Dice lo que ha sido y lo que será, descubre las huellas de las cosas pasadas. Ni un pensamiento se le escapa, ni una palabra se le oculta. Dispuso armoniosamente las obras maestras de su sabiduría, tales como han sido siempre y lo serán; no ha recurrido a ningún consejero; nada podría añadírseles o quitárseles. ¡Qué hermosas son todas sus obras¡; qué encanto contemplar hasta la más pequeña chispa! Todo eso vive y dura para siempre, todo obedece en todo momento. Todas las cosas van de a par, una enfrentando a la otra; el Señor no ha hecho nada imperfecto. Una destaca a la otra: ¿quién se cansará de contemplar su gloria?
Salmo 33(32),2-3.4-5.6-7.8-9. Denle gracias, tocando la guitarra, y al son del arpa entónenle canciones. Entonen para él un canto nuevo, acompañen la ovación con bella música. Pues recta es la palabra del Señor, y verdad toda obra de sus manos.
El ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de su gracia. Por su palabra surgieron los cielos, y por su aliento todas las estrellas. Junta el agua del mar como en un frasco, y almacena las aguas del océano.
Tema al Señor la tierra entera, y tiemblen ante él sus habitantes, pues él habló y todo fue creado, lo ordenó y las cosas existieron.
Evangelio según San Marcos 10,46-52. Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un ciego que pedía limosna se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo). Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» Muchas personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo.» Llamaron, pues, al ciego diciéndole: «Vamos, levántate, que te está llamando.» Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego respondió: «Maestro, que vea.» Entonces Jesús le dijo: «Puedes irte, tu fe te ha salvado.» Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino.
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Comentario: P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona, España)
¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!
Hoy, Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo: ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese caso. Quizás tengamos un nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana flaqueza (moral) es semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista. Tampoco nosotros logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los tratamos como los tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias sociales, en las estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos para un compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles visuales, no por eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el pecado ofusca la verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos conviene.
Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes: «Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51). Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con nosotros, en la Eucaristía.
El Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora cambia la historia».
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