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De: campitos0 (Mensaje original) |
Enviado: 09/06/2013 23:55 |
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Décimo Domingo del tiempo ordinario
Primer Libro de los Reyes 17,17-24. Sucedió después que el hijo de la dueña de casa cayó enfermo; su enfermedad empeoró y exhaló el último suspiro. Entonces ella dijo a Elías: «¿Por qué te has metido en mi vida, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa para poner delante de Dios todas mis faltas y para hacer morir a mi hijo?» Le respondió: «Dame a tu hijo». Elías lo tomó de los brazos de esa mujer, subió al cuarto de arriba, donde se alojaba, y lo acostó en su cama. Luego invocó a Yavé: «Yavé, Dios mío, dijo, ¿harás que recaiga la desgracia aun sobre esta viuda que me aloja, haciendo que muera su hijo?» Entonces se tendió tres veces sobre el niño e invocó a Yavé: «Yavé, Dios mío, devuélvele a este niño el soplo de vida». Yavé oyó la súplica de Elías y le volvió al niño la respiración: ¡estaba vivo! Elías tomó al niño, lo bajó del cuarto alto a la casa y se lo devolvió a su madre. Elías le dijo: «Mira, tu hijo está vivo». Entonces la mujer dijo a Elías: «¡Ahora sé que tú eres un hombre de Dios y cuando tú dices la palabra de Dios, es verdad!»
Salmo 30(29),2.4.5-6.11.12a.13b. Te alabaré, Señor, porque me has levantado y muy poco se han reído mis contrarios. Señor, me has sacado de la tumba, me iba a la fosa y me has devuelto a la vida. Que sus fieles canten al Señor, y den gracias a su Nombre santo. Porque su enojo dura unos momentos, y su bondad toda una vida. Al caer la tarde nos visita el llanto, pero a la mañana es un grito de alegría.
¡Escúchame, Señor, y ten piedad de mí; sé, Señor, mi socorro! Tu has cambiado mi duelo en una danza, me quitaste el luto y me ceñiste de alegría.
Carta de San Pablo a los Gálatas 1,11-19. Les recordaré, hermanos, que el Evangelio con el que los he evangelizado no es doctrina de hombres. No lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por una revelación de Cristo Jesús. Ustedes han oído hablar de mi actuación anterior, cuando pertenecía a la comunidad judía, y saben con qué furor perseguía a la Iglesia de Dios y trataba de arrasarla. Estaba más apegado a la religión judía que muchos compatriotas de mi edad y defendía con mayor fanatismo las tradiciones de mis padres. Pero un día, a Aquel que me había escogido desde el seno de mi madre, por pura bondad le agradó llamarme y revelar en mí a su Hijo para que lo proclamara entre los pueblos paganos. En ese momento no pedí consejos humanos, ni tampoco subí a Jerusalén para ver a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y de allí regresé después a Damasco. Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para entrevistarme con Pedro y permanecí con él quince días. Pero no vi a ningún otro apóstol fuera de Santiago, hermano del Señor.
Evangelio según San Lucas 7,11-17. Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.» Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.» Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores.
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Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
«No llores»
Hoy también nosotros quisiéramos enjugar todas las lágrimas de este mundo: «No llores» (Lc 7,13). Los medios de comunicación nos muestran —hoy más que nunca— los dolores de la humanidad. ¡Son tantos! Si pudiéramos, a tantos hombres y mujeres les diríamos «levántate» (Lc 7,14). Pero…, no podemos, ¡no podemos, Señor! Nos sale del alma decirle: —Mira, Jesús, que nos vemos desbordados por el dolor. ¡Ayúdanos!
Ante esta sensación de impotencia, procuremos reaccionar con sentido sobrenatural y con sentido común. Sentido sobrenatural, en primer lugar, para ponernos inmediatamente en manos de Dios: no estamos solos, «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). La impotencia es nuestra, no de Él. La peor de todas las tragedias es la moderna pretensión de edificar un mundo sin Dios e, incluso, a espaldas de Dios. Desde luego es posible edificar “algo” sin Dios, pero la historia nos ha mostrado sobradamente que este “algo” es frecuentemente inhumano. Aprendámoslo de una vez por todas: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
En segundo lugar, sentido común: el dolor no podemos eliminarlo. Todas las “revoluciones” que nos han prometido un paraíso en esta vida han acabado sembrando la muerte. Y, aun en el hipotético caso (¡un imposible!) de que algún día se pudiera eliminar “todo” dolor, no dejaríamos de ser mortales… (por cierto, un dolor al que sólo Cristo-Dios ha dado respuesta real).
El espíritu cristiano es “realista” (no esconde el dolor) y, a la vez, “optimista”: podemos “gestionar” el dolor. Más aun: el dolor es una oportunidad para manifestar amor y para crecer en amor. Jesucristo —el “Dios cercano”— ha recorrido este camino. En palabras del Papa Francisco, «conmoverse (“moverse-con”), compadecerse (“padecer-con”) del que está caído, son actitudes de quien sabe reconocer en el otro su propia imagen [de fragilidad]. Las heridas que cura en el hermano son ungüento para las propias. La compasión se convierte en comunión, en puente que acerca y estrecha lazos».
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