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De: campitos0 (Mensaje original) |
Enviado: 23/06/2013 17:27 |
Duodécimo Domingo del tiempo ordinario
Libro de Zacarías 12,10-11.13,1. Dispondré el ánimo de los descendientes de David y de los habitantes de Jerusalén para que vuelvan a mí con amor y confianza. Llorarán por aquel que ha sido traspasado, como se siente la muerte de un hijo único, y lo echarán de menos como se lamenta el fallecimiento del primer hijo. La lamentación que habrá en ese día, en Jerusalén, será tan grande como la que se celebra para Hadad Rimón en la llanura de Meguido. En aquel día habrá una fuente siempre corriendo para que los descendientes de David y los habitantes de Jerusalén se puedan lavar de sus pecados e impurezas.
Salmo 62(61),2-4.5-6.8-9. En Dios sólo descansa el alma mía, de él espero mi salvación. Sólo él es mi roca y mi salvador, si es mi fortaleza, no he de vacilar. ¿Hasta cuándo se lanzan todos contra uno, para juntos demolerlo como se echa abajo un muro, como se derriba una cerca?
Todos sus proyectos son sólo engaños, su placer es mentir; con lo falso en la boca ellos bendicen, y en su interior maldicen. Sólo en Dios tendrás tu descanso, alma mía, pues de él me viene mi esperanza.
En Dios están mi salvación y mi gloria, él es mi roca y mi fuerza, en él me abrigo. Pueblo mío, confíen siempre en él, abran su corazón delante de él, Dios es nuestro refugio.
Carta de San Pablo a los Gálatas 3,26-29. Ustedes están en Cristo Jesús, y todos son hijos de Dios gracias a la fe. Todos se han revestido de Cristo, pues todos fueron entregados a Cristo por el bautismo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús. Y si ustedes son de Cristo, también son descendencia de Abrahán y herederos de la promesa.
Evangelio según San Lucas 9,18-24. Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo?» Ellos contestaron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado.» Entonces les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.» Jesús les hizo esta advertencia: «No se lo digan a nadie». Y les decía: «El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará.» También Jesús decía a toda la gente: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga. Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo, se perderá; y el que pierda su vida por causa mía, se salvará.
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Comentario: Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Agullana, Girona, España)
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Hoy, en el Evangelio, Jesús nos sitúa ante una pregunta clave, fundamental. De su respuesta depende nuestra vida: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20). Pedro responde en nombre de todos: «El Cristo de Dios». ¿Cuál es nuestra respuesta? ¿Conocemos suficientemente a Jesús como para poder responder? La oración, la lectura del Evangelio, la vida sacramental y la Iglesia son fuentes inseparables que nos llevan a conocerle y a “vivirlo”. Hasta que no seamos capaces de responder con Pedro con todo el corazón y con la misma sencillez..., seguramente todavía no nos habremos dejado transformar por Él. Hemos de conseguir sentir como Pedro, ¡hemos de lograr sentir como la Iglesia para poder responder de manera satisfactoria a la pregunta de Jesús!
Pero el Evangelio de hoy acaba con una exhortación a seguir al Señor desde la humildad, desde la negación y la cruz. Seguir a Jesús de esta manera sólo puede dar salvación, libertad. «Lo que sucede con el oro puro, también sucede con la Iglesia; esto es, que cuando pasa por el fuego, no experimenta ningún mal; más bien lo contrario, su esplendor aumenta» (San Ambrosio). Ni la contrariedad, ni la persecución por causa del Reino, nos han de dar miedo, más bien nos han de ser motivo de esperanza e, incluso, de alegría. Dar la vida por Cristo no es perderla, es ganarla para toda la eternidad. Jesús nos pide que nos humillemos totalmente por fidelidad al Evangelio, quiere que, libremente, le demos toda nuestra existencia. ¡Vale la pena dar la vida por el Reino!
Seguir, imitar, vivir la vida de la gracia, en definitiva, permanecer en Dios es el objetivo de nuestra vida cristiana: «Dios se hizo hombre para que imitando el ejemplo de un hombre, cosa posible, lleguemos a Dios, cosa que antes era imposible» (San Agustín). ¡Que Dios, con la fuerza de su Espíritu Santo, nos ayude a ello!
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