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De: campitos0 (Mensaje original) |
Enviado: 07/01/2014 00:52 |
Epifanía del Señor 6 de enero
La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de persona, significa "manifestación", pues el Señor se reveló a los paganos en la persona de los magos.
Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre, realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta: "Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.
El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).
A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.
La Epifanía, como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra. Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.
Esta solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo elegido.
Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de pueblos y culturas diferentes a los nuestros.
Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues es único, original y eterno.
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La fiesta de los Reyes Magos. Según una tradición muy antigua, el 6 de enero es el día en que los niños reciben regalos en sus casas, que la noche anterior han dejado junto a sus zapatos los Reyes Magos. Esta hermosa costumbre recuerda el pasaje del Evangelio en el que se nos dice que unos magos de Oriente vieron en el cielo la estrella del Señor, el Rey de los judíos, y se dirigieron hacia el lugar donde les indicaba la estrella para adorarlo.
El texto de la Biblia, que da origen a esta costumbre, dice así: «Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo?» ... Encontraron la casa, vieron al niño, con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 1-12).
La fiesta religiosa. Litúrgicamente, esta fiesta recibe el nombre de Epifanía, palabra griega que significa «manifestación». El origen de esta fiesta se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia y su celebración comenzó en Oriente para celebrar el nacimiento del Señor, su aparición en la carne. Cuando la fiesta de la Epifanía pasó a Occidente, cambió de significado, celebrándose la revelación de Jesús a los pueblos paganos, representados por los magos del Oriente, que vinieron a la ciudad de Belén, en Judea, a adorar al Redentor recién nacido. De este modo en Occidente se distinguieron pronto dos fiestas, estrechamente relacionadas: la fiesta de Navidad, en la que se celebraba el nacimiento de Cristo, y la fiesta de la Epifanía, en la que se celebraba la adoración de las naciones al Hijo de Dios encarnado.
La adoración a Jesús, el Hijo de Dios. El gesto de los magos consistió en ponerse de rodillas ante el niño Jesús, reconocido como el Rey de los judíos. Nosotros sabemos, tras la resurrección de Jesús de entre los muertos y su gloriosa ascensión a los cielos, que ese Rey de los judíos es el Hijo de Dios y que, por lo tanto, los magos acertaron al ponerse de rodillas para adorarlo.
En el Nuevo Testamento son muchos los ejemplos que tenemos de ponerse de rodillas ante Dios. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra la oración de rodillas de San Pedro (Hch 9, 40), de San Pablo (Hch 20, 36) y de toda la comunidad cristiana de la Iglesia primitiva (Hch 21, 5). Igualmente, San Esteban, el primer mártir cristiano, pide de rodillas a Jesús resucitado: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 60). Pero, quizás, el texto más importante en el que nos indica la necesidad de practicar este gesto de respeto y sumisión al Señor resucitado, se encuentra en la carta de San Pablo a los Filipenses, cuando cita un antiguo himno a Jesucristo diciendo: «Cristo Jesús se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre, de modo que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2, 8-11).
La cultura moderna, sin embargo, marcada por la secularización, no comprende ya el gesto de arrodillarse. La postura del ser humano es la postura erguida, a diferencia de los animales. Por eso, hace bien el hombre en no arrodillarse en señal de humillación ante nada ni ante nadie de este mundo, ya que todos tenemos la misma dignidad. Sin embargo, todo esto es distinto ante Dios. La adoración, doblando las rodillas como gesto de sumisión, no disminuye la dignidad del hombre, sino que indica que reconoce a Dios como Señor del Universo, como Creador del mundo y del hombre y, sobre todo, como Aquel que ha enviado a su Hijo al mundo para salvarnos. Esa es la verdad, que el gesto expresa corporalmente. Luego, tras el gesto de la adoración, ya podremos permanecer en pie, como corresponde a nuestra dignidad de cristianos, por ser hijos de Dios en Jesucristo.
Así pues, el gesto de ponerse de rodillas en señal de adoración es un gesto importante en la vida de la Iglesia. Hoy deberíamos recuperarlo, donde se haya perdido, al pasar delante del sagrario en nuestras iglesias y, sobre todo, en el momento de la consagración en la misa. Cristo, el Hijo de Dios encarnado, se hace realmente presente en la Eucaristía y, por lo tanto, también en nuestro tiempo, deberíamos hacer como los magos que, al entrar en la casa donde estaba Jesús, «cayendo de rodillas, lo adoraron».
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