Sacerdote y Mártir
Martirologio Romano: En distintos lugares de España, Beatos Fortunato Velasco Tobar y 13 compañeros, de la Congregación de la Misión;asesinados por odio a la fe (
1934-1936)
Fecha de beatificación: 13 de octubre de 2013, durante el pontificado de S.S. Francisco.
Tenemos a la vista un objeto que habla del P. Amado (así le denominábamos casi siempre) más que un libro. Es una toalla empapada en su misma sangre de mártir. La llevaba al cuello al recibir los tiros. Cuando su cuerpo estaba aún caliente, una fiel discípula, cual otra Verónica, se atrevió a acercársele y se llevó el mejor regalo: sangre del Maestro y Padre, que con muerte heroica selló sus enseñanzas y consejos.
Fue así su martirio:
El 22 de octubre de 1936 ingresó en la cárcel. Días después, cuando dormía plácidamente, voces de terror lo pusieron en pie. Y, a poco, oyó cantar su nombre entre otros catorce.
Trágico cortejo camino del cementerio. La lista negra había sido apostillada con la palabra libertad, y el P. Amado dijo, al oírla, con presentimiento de lo terrible: ¡Qué libertad será ésta! Ya el enigma estaba descifrado.
En la sien recibió el tiro mortal. Y él, que tenía costumbre de saludar a lo militar, murió saludando; el dolor le debió de inducir instintivamente a llevarse la mano derecha al lugar de la herida, que, aunque de muerte, tal vez no la produjera instantáneamente. Cruzáronle, al enterrarle, las dos manos sobre el pecho; pero el día de la exhumación la mano diestra volvió a tomar su postura preferida.
¡Hasta la eternidad!, había dicho al Hermano Jiménez, con abrazo estrecho, al salir de la cárcel. El hermano sueño se unió con la hermana muerte, tras un, breve paréntesis de angustia y reflexión. Tales momentos de agonía llamémoslos así, convenientes, sin duda, fueron a su espíritu; mas no necesarios. El P. Amado, va al decir, se tenía tragada la muerte desde el día y hora en que fue detenido. Ni obsta aquel papelito que escrito desde la checa decía así: Leonor, estarnos Jiménez y yo; envíanos cena. El tono agresivo que con él usaron los esbirros dejaba bien entrever sus pésimas intenciones, mas no era fácil predecir sus planes. La cena, en efecto, llegó, y a punto; que todavía restaban horas de prisión: en la ex iglesia de los PP. Jesuitas fueron los dos recluidos; Dios le llevaba, al sacerdote y al apóstol, para tranquilizar conciencias.
Aunque breve su estancia en aquella mansión, se debió de ganar en seguida las simpatías de sus compañeros de dolor. Al verle tiritando, en aquella mañana que vió su inmolación, al tener que salir de la cárcel, un alma compasiva le dió ru abrigo. No lo quería él recibir; el otro insistió: Póngase mi abrigo. Y se lo puso, no olvidándose de recomendar al Hermano: Si no vuelvo, cómprele un abrigo.
Harto extraño era que, habiéndose llevado ya los rojos al P. Gutiérrez y andando a caza del P. Lozano, no se acordaran del Superior de la casa, tan conocido como era en el barrió de los Pescadores de Gijón, ni se preocuparan de incautarse de la residencia, sino que dejaron al carpintero y cocinero de los frailes tan tranquilos en su casa. Que carpintero de la casa decía ser el P. Amado, si bien sus manos no tenían callos. Bien descuidado se andaba él y confiado bajo el mono azul con cinturón de cuero y sobre alpargatas rojas.
Insistiéronle varias veces a que se refugiara en otra parte; mas él respondía invariablemente: ¡Que no; que comprometo! Cierto que cuando pensaba en la posibilidad de que le llevaran a las fortificaciones, a las que tenía un terror pánico, tentaciones le venían de marcharse.
Un día fatal los sabuesos rojos olfatearon la malhadada patente de Superior. Sin embargo, entonces no identificaron al titular con el carpintero cosas que Dios permite, y el hallazgo no trajo consecuencias desgraciadas y fulminantes.
Tras este incidente, corrieron días. Así ocurrió que tanto el Padre como el Hermano se hicieron la ilusión de que el peligro había desaparecido. Y vivían con ilusión y sin perder el apetito: el P. Amado se puso grueso en pocos días, los últimos de tranquilo bienestar. Ni los registros llegaron a inquietarles. Nada tenía de particular: los tiempos, las circunstancias.
Todos los días telefoneaba el P. Amado a las Hermanas, interesándose por ellas. Muchas personas iban a su casa a confesarte, singularmente Hermanas de todas las casas de la población. Y él también salía a celebrar Misa y a confesar doquiera le requerían. El día 12 de agosto confesó en el Asilo Pola unas treinta personas, y el 15 del mismo mes, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen, celebró en el dicho Asilo la Santa Misa y hasta predicó.
Pero estas solemnidades trascendieron y los rojos trataron de apresarle, en días sucesivos, a aquel cura atrevido e insolente. Negaban el hecho las Hermanas del Asilo; pero os rojos afirmaron resueltos: ¿Si ha celebrado aquí, y llevaba mono y pistola. No debían de ser del todo atravesados, cuando se apaciguaron al decirles mansamente y con acentos de súplica: Si no se mete con nadie.
La prudencia aconsejó e impuso restricción y miramiento. Y así continuó reinando la paz en medio del revuelto mar de persecución y martirio.
El 13 de octubre, no obstante, dos Hermanas, que fueron a casa a confesarse, encontraron al P. Amado, contra costumbre, muy nervioso y excitado. ¿Presentía la proximidad de la tragedia?
Cuando el día 21 fue conducido ante el Tribunal Popular, la acusación se fundamentaba en que había celebrado Misa el día 15 de agosto. Era Cura. Por consiguiente, marcadamente faccioso. Y no negó él. Sacerdote y Mártir usque in aeternum.
El P. Amado, hijo de Tomás e Isabel, nació el 29 de abril de 1903, en Moscardón (Teruel). Estudió para Paúl en la Escuela Apostólica de Teruel (Capuchinos). Ingresó en el noviciado el 10 de septiembre de 1917. Hizo los votos el 30 de abril de 1921, siendo ya estudiante de Filosofía, en Hortaleza; la tardanza obedeció a no haber cumplido los dieciocho años de edad requeridos por el Código. Cursó la Teología en Cuenca y en Madrid. En Cuenca fue uno de los fundadores de aquella inter nos famosa Brigada de Trabajadores, que tanto se distinguió, al paso de los años, siempre renovada, en la creación de la hermosa y utilísima Explanada del Seminario de San Pablo, asombro de las presentes y futuras generaciones.
Se ordenó de Menores el 21 de junio y el 12 de julio de 1925; de Subdiácono, el 14 de febrero de 1926; de Diácono, el 20 de marzo, y de Sacerdote, el 2 de mayo del mismo año de 1926.
Estuvo destinado los ocho primeros meses, después de ordenado, en la Casa-Misión de Ávila; en 1927 fue destinado a la fundación de la casa de Granada, y con residencia en ésta, predicó todavía un curso de Misiones en Ávila; asimismo predicó misiones sueltas en la diócesis de Granada; el 16 de febrero de 1929 salió para la fundación de Gijón, y en 1935 fue nombrado Superior de esta residencia.
Era el P. Amado de mediana estatura, tipo fino, bien proporcionado, color moreno castaño, de temperamento alegre, aunque era formal cuando se requería; excelente predicador, por el fondo, si no abundante, selecto, y por la forma, cuidada y agradable. El P. Amado fue de los que sacan partido a los talentos que el Señor da a cada cual. Se había hecho realmete una joya de la Congregación y su valor iba en crescendo.
Sin, duda, al trasponer los umbrales de la eternidad ha oído estas consoladoras palabras: Anda, siervo bueno y fiel; porque fuiste fiel en lo poco, yo te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor.
Escrita la anterior relación, nos viene a las manos otra del P. Lozano, viva y emocionante, como escrita con tinta reciente de personales impresiones.
Publicamos las dos porque así se completa el apunte biográfico. Las diferencias detallistas entre una y otra obedecen a la diversidad de fuentes de información.
Escribe:
El P. Amado García quedaba ya solo en casa con el Hermano Jiménez. Herido profundamente por estas desgracias y temiendo por los que aun quedaban, redoblé mis trabajos para hacerles salir y evitar que la catástrofe tomara más proporciones. Todo inútil. Nuestro buenísimo Superior había llegado a convencerse de que como sacerdote no se le perseguía. Uno tras otro habían ido cayendo más de sesenta sacerdotes y religiosos de distintas órdenes: todos los que habían sido encontrados. El, sin embargo, continuaba siendo asistido mimosamente todos los días, pero en, realidad perfectamente vigilado. En alguna ocasión llegó a instarme a que me fuera con él a casa, en donde me consideraba más seguro.
Habían pasado ya cuatro meses. Las detenciones y los crímenes aumentaban día por día. Sólo diez o doce sacerdotes quedaban perfectamente escondidos. Por mi mente pasó la idea de ir personalmente a casa, aprovechando uno de mis disfraces, y sacármelo a viva fuerza. Con mucho trabajo consiguieron disuadirme, pero sólo a condición de que una Hermana, perfectamente disfrazada, iría inmediatamente a suplicarle en, mi nombre que no esperase un momento más. En efecto, aquella mañana, perfectamente desfigurado, salió de casa por fin, y fue a esconderse en una casita humilde perteneciente a un izquierdista razonable, que hacía ya meses servía de amparo al único párroco que quedaba con vida, el de San Lorenzo.
Apenas si tuve tiempo de celebrar este triunfo. No habían pasado veinticuatro horas cuando, cansado, creyéndose una carga en aquella casa acogedora, excesivamente confiado, o delicado en demasía, volvía a la residencia, sin que fueran bastantes a detenerlo cuantas súplicas y lamentos se le opusieron. Era quizás más fuerte la voz de Dios que le llamaba al martirio. Los suyos se lo habíamos querido evitar, y la Providencia quiso, torciendo todas nuestras previsiones, que fuera precisamente uno de los suyos el que se lo facilitara. En la tarde de aquel mismo día nuestro buenísimo hermano Jiménez salía camino de una aldea próxima en busca de alguna cosa que comer, pues ya el hambre se había enseñoreado de la población civil. Pasaba por un puente sobre la ría en que termina la magnífica playa de Gijón, cuando unos centinelas dieron el ¡Alta!, apuntándole con el fusil. Trémulo y confuso, fue contestando, sin darse cuenta apenas, a las preguntas que le fueron haciendo:
¿Quién eres?
Un pobre lego.
¿De qué convento?
De los PP. Paúles.
¿Dónde están los frailes?
Algunos han sido fusilados y otros no sabemos dónde están.
Y tú, ¿dónde vives?
En nuestra casa, con el P. Superior.
Síguenos.
Terminaron. Y, en medio de ellos, como un criminal, el buen anciano fue conducido a la checa y sometido a un sagaz y minucioso interrogatorio.
Poco tiempo después era detenido en casa el P. Amado y llevado a la iglesia de la Compañía. 290 individuos habían sido detenidos aquella misma tarde.
¿Qué pasó en la prisión? Con lágrimas en los ojos me lo contaba, días después, el que había sido compañero de lecho de nuestro buenísimo Superior en aquella noche postrera.
Horas y horas se pasó en confesarnos a todos, me decía. Teníamos tan segura la muerte
Cuando todos estuvimos confesados, el buenísimo Padre, radiante de alegría, nos invitó a rezar el Rosario a la Milagrosa. Más que rezar, declamaba las oraciones, de tal modo, que sus palabras, rebotando en las bóvedas de la magnífica iglesia, convertida en catacumba, caían sobre todos nosotros como riada de optimismo y de valor. Al cabo, después de bendecirnos, nos recostamos para descansar y esperar tranquilos la muerte próxima. Casi todos nos habíamos proporcionado una manta, un colchón y una almohada, para no dormir en el duro suelo, que infinitos presos habían dejado a su paso infecto y sucio. Yo observé que el P. Amado no tenía en dónde acostarse .y se recogía en un rinconcito. Le llamé y obligué a que se acostara conmigo. Poco después dormía tranquilamente: tal era su tranquilidad.
A las doce de la noche nuestra magnífica iglesia-prisión, desmantelada, sin luz apenas, con cerca de trescientos hombres tirados por el suelo en la más rara y policroma confusión, se estremecía todavía con las plegarias de muchos hombres. Sólo el Padre dormía profundamente.
Hacia las dos de la madrugada nuestros verdugos aparecieron como una invasión siniestra en el presbiterio. Fueron nombrando uno a uno y poniendo en libertad a muchos que, nunca pensaron en recobrarla.
Al llegar al P. Amado, el que parecía jefe de aquella chusma cantó su nombre con una mezcla de odio y de sarcasmo. Amado García. Fraile. Tuve que despertarlo con algún esfuerzo. Se presentó ante ellos, y, como a los demás, también le dijeron, aunque con un tono bien distinto: También a ti te vamos a dar la libertad. Espérate aquí, a la izquierda. Su tono sarcástico daba a entender bien claro lo que aquella libertad significaba para él. Se acercó a mí y, visiblemente emocionado, me dijo abrazándome:. Adiós. Hasta la eternidad.
Después, se acercó de nuevo a los jocosos esbirros y les dijo presentándoles al Hermano: Matadme a mí, pero no hagáis nada a este pobre viejo, que nada tiene que ver. Es sólo un criado nuestro.
Aun no había amanecido. A las puertas del cementerio llegó un coche y de él descendieron unos cuantos asesinos, trayendo a un detenido. Joven, resignado, tranquilo. Era el P. Amado, condenado a muerte por el enorme delito de ser un sacerdote santo.
De su muerte edificante decían al día siguiente en un suelto del periódico los mismos rojos algunas alabanzas, que hoy, por no tener a mano el periódico, no puedo transcribir al pie de la letra. Por alguno de los que asistieron a su fusilamiento pudimos recoger sus últimas palabras, cortas, sentidas, terminantes.
Matadme cuanto antes, pero no me martiricéis. Dios os perdone, como yo también os perdono.
El primer disparo debió de cogerle en el acto de bendecirles, pues el proyectil, después de atravesar su antebrazo, fue a alojarse en el cráneo, a la altura de la frente. Un nuevo disparo en el parietal derecho lo arrancó para siempre de entre nosotros.
Por medio de algunas buenas mujeres conseguimos rescatar su cuerpo y enterrarlo en una sepultura particular; se hicieron algunas fotografías de los lugares de su martirio y se recogió una toalla empapada en su sangre preciosa.
Permitidme que desde estas cuartillas levante esa toalla santificada y ennoblecida como un símbolo y corno una rúbrica. La rúbrica de esa página maravillosa que en los anales de la Congregación ha escrito nuestra casita de Gijón; y el símbolo de un porvenir magnífico que sobre esta flagelada tierra de Asturias se abre a nuestra pequeña residencia, coronada por Dios con esa bandera de purísima y novísima libertad.