“Me marcho por tu bien” dijiste, y sin mirar atrás te fuiste, dejándome cara a cara con la soledad, en los confines del desierto.
¿Con qué derecho desclavaste la ternura que por ti sentía en lo más íntimo de mi seno? ¿Qué poder te adjudicaste para que, sin previo juicio, obviaras mis motivos y sin turno de apelación decapitaras mis sentimientos?
¿Quién eres tú para lapidar la ilusión en mi corazón y arrancar de un tirón una de las rojas flechas que lo cruzaban? ¿Qué te hizo creer que tu abandono era lo que mi alma demandaba, sí ésta sólo requería para subsistir unas gotas de amor? ¿Quién te concedió albedrío para proyectar a solas tu destierro?
Te rogué y callaste mi boca con un beso de adiós manchado. Mi mirada suplicante no causó piedad en la tuya decidida, y el hielo de tus manos en mi rostro dejó una última caricia que me supo a traición.
“Me marcho por tu bien” dijiste y sin mirar atrás te fuiste dejándome truncadas las alas de la esperanza en los confines del desierto.