He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con
vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las
oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia.
Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos de
cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la
Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar
a los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre la
situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente
muchos y difíciles problemas.
Queridos hermanos y hermanas: a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de
nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance.
La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es la
que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. "El tiempo se
escapa irremediablemente", sentenciaba ya el antiguo poeta latino1. No
obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y
frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual,
sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una "esperanza
que no defrauda" (cf. Rm 5, 5).
El otoño de la vida ¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como del
otoño de la vida -como ya decía Cicerón2-, por analogía con las estaciones
del año y la sucesión de los ciclos de la naturaleza. La vejez tiene sus
ventajas porque -como observa san Jerónimo-, atenuando el ímpetu de las
pasiones, "acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros"3. En
cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que
generalmente es fruto de la experiencia, porque "el tiempo es un gran
maestro"4.
Depositarios de la memoria colectiva. En el pasado se tenía un gran respeto
por los ancianos. Si nos detenemos a analizar la situación actual,
constatamos cómo, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran
estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una
mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la
productividad del hombre.
Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como
solución para las situaciones difíciles. Más allá de las intenciones y de
las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo,
una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona
humana5.
Es urgente recuperar una adecuada perspectiva desde la cual se ha de
considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de la
cual la vida es una preparación, significativa en cada una de sus fases.
También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de
progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad.
Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría,
porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos
son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados
del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia
social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces
el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias
a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes
consejos y enseñanzas preciosas.
"Honra a tu padre y a tu madre". El mandamiento enseña a respetar
a los que nos han precedido.
Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos,
asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi
espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en
las Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que
los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar
reducidos a personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que
es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los
ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas,
parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que "el peso de la
edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los
jóvenes"6.
El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento del
cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado
hacia lo eterno.
Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en
algunas regiones del mundo -pienso en particular en África- son
considerados justamente como "bibliotecas vivientes" de
sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y
espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente
necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden
ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de
la existencia para probar los distintos caminos.
La comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de
quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización: su
eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En cuantas
familias los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe!
¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas, solas
o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso,
la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con paciente
abandono!
El lugar más natural para vivir la condición de ancianidad es el ambiente
en el que él se siente "en casa", entre parientes, conocidos y
amigos, y donde puede realizar todavía algún servicio. Sin embargo, hay
situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el
ingreso en "residencias de ancianos", para que el anciano pueda
gozar de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica.
Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que
pueden dar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en
criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención
afectuosa. Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y
gratitud a las Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que
se dedican con especial cuidado precisamente a la asistencia de los
ancianos, sobre todo de aquellos más pobres, abandonados o en dificultad?
Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u
otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y
la fuerza para que nos unamos con más amor al sacrificio del Hijo y
participemos con más intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos
persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y misericordia! Pienso de
modo especial en vosotros, viudos y viudas, que os habéis quedado solos en
el último tramo de la vida; en vosotros, religiosos y religiosas ancianos,
que por muchos años habéis servido fielmente a la causa del Reino de los
cielos; en vosotros, queridos hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado,
que por alcanzar los límites de edad habéis dejado la responsabilidad
directa del ministerio pastoral. La Iglesia aún os necesita. Ella aprecia
los servicios que podéis seguir prestando en múltiples campos de
apostolado, cuenta con vuestra oración constante, espera vuestros consejos
fruto de la experiencia, y se enriquece del testimonio evangélico que dais
día tras día.
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