El polvo del camino
El que ya se ha bañado no necesita lavarse más que los pies (Juan 13: 10).
EN EL NUEVO TESTAMENTO, el bautismo es símbolo de purificación. La limpieza espiritual caracteriza la vida del nuevo creyente. La «fuente» del bautismo representa el lavamiento de nuestros pecados por la fe en la sangre derramada de Cristo.
La segunda ceremonia en el Nuevo Testamento que se relaciona con el significado de la fuente de bronce, es la del rito de humildad. Vamos a leerlo: «Cuando llegó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Y tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?" "Ahora no entiendes lo que estoy haciendo —le respondió Jesús—, pero lo entenderás más tarde". "¡No! —Protestó Pedro—. ¡Jamás me lavarás los pies!" "Si no te los lavo, no tendrás parte conmigo." "Entonces, Señor, ¡no solo los pies sino también las manos y la cabeza!" "El que ya se ha bañado no necesita lavarse más que los pies —le contestó Jesús—; pues ya todo su cuerpo está limpio. Y ustedes ya están limpios, aunque no todos"» (Juan 13: 6-10).
Por medio de esa ceremonia, Jesús enfatizó la necesidad de la pureza para relacionarnos con él. No necesitamos ser puros para ir a él. Pero eso, nos purifica. No podemos participar en su comunión a menos que estemos limpios. Así como los adoradores del santuario debían estar limpios para presentarse ante Dios, del mismo modo hoy no podemos tener comunión con Cristo á menos que estemos limpios del polvo del camino de la vida. Aun cuando ya hemos dado el paso del bautismo y hemos limpiado nuestra vida pasada, todavía se ensucia por el diario trato con la contaminación del mal que nos rodea. Es necesaria el agua del lebrillo para estar nuevamente limpios. Jesús se lo dijo claro a Pedro: «Si no te los lavo, no tendrás parte conmigo».
El servicio del lavamiento de los pies es una ceremonia que expresa algo que ya sucedió en nosotros. Si esto no es una realidad, el lavamiento de los pies es un acto engañoso que no tiene ningún valor.
El pan de la Presencia
«Sobre la mesa pondrás el pan de la Presencia, para que esté ante mí siempre» (Éxodo 25: 30).
AL SANTUARIO se lo conoce también con el nombre de tabernáculo. Este término significa tienda o morada. Dios ordenó a Moisés que hiciera un santuario porque quería morar con su pueblo. Así que el santuario era la tienda de Dios, la morada del Altísimo en la tierra. La forma como estaba distribuido el santuario también señala en esta dirección. La primera parte, o lugar santo, era una especie de estancia. Allí estaban los muebles regulares de una habitación: Mesa para la comida, candelabro para la iluminación, y altar de incienso para perfumar el ambiente. Más allá se hallaba el lugar santísimo, donde estaba la alcoba, por decirlo así. Allí estaba el arca del pacto que contenía las dos tablas de piedra con las bases del pacto. Allí se manifestaba la shekina, o presencia de Dios. Por eso se la llama el tabernáculo, porque era la morada de Dios con su pueblo, un símbolo de su presencia.
Dios le dio instrucciones a Moisés: «Coloca la mesa fuera de la cortina, en el lado norte del santuario» (Éxo. 26: 35). A la derecha de la entrada estaba la mesa de los panes. Dios no necesitaba esto, porque no come pan, pero era un símbolo apropiado de su presencia. El procedimiento era que: «Sobre esta mesa los sacerdotes debían poner cada sábado doce panes, arreglados en dos pilas y rociados con incienso. Por ser santos, los panes que se quitaban, debían ser comidos por los sacerdotes» (Patriarcas y profetas, p. 359). Cada uno era hecho con casi dos kilos y medio de harina. Eran, pues, de buen tamaño. Los sacerdotes que se retiraban del servicio en el santuario, quitaban el pan de la mesa; y los sacerdotes que comenzaban a servir, colocaban el pan fresco. Sobre la mesa también había otros utensilios, lo que llamaríamos cubiertos: «Los utensilios para la mesa, y sus platos, bandejas, tazones, y jarras para derramar las ofrendas de libación, los hizo de oro puro» (Éxo. 37: 16).
Que Dios te bendiga,
Octubre, 14 2010