Donde hay fe está la fuerza y
el poder divino trabajando alrededor,
porque la fe es la fuerza que conecta
al ser con todo su poder interior,
la fe es la puerta que da paso a
la Divina Presencia en el hombre.
Podría verse alguien de pronto envuelto
completamente entre nieblas,
agobiado por los horrores de los vicios o
por el peso de sus pecados,
sumido completamente en la
más espantosa degradación humana,
pero mientras su corazón sienta y
su mente pueda murmurar
para llamar a Dios,
esa fuerza lo levantaría de entre
los escombros de su vida,
para situarlo en el más alto
pedestal de la dignidad humana,
porque no hay hombre
más digno de vivir una vida,
que aquél que es movido por la fe de Dios.
Qué importa todo lo que
haya pasado antes,
qué importa la calidad
moral de un pasado, si de pronto,
nuestra puerta se abre
para dar paso a la presencia de Dios.
La fe es un bálsamo bendito
que libera de sufrimientos a la
persona que la profesa.
La fe es la cura milagrosa
para los dolores del pasado y
abre los ojos para un porvenir glorioso.
Dios es la presencia omnipotente
permanentemente presente en todo ser,
y es el hombre el único capaz
de accionar esa energía,
porque la fe no viene de afuera.
Podrán escuchar mil discursos
llenos de amor,
podrán asistir a mil iglesias en
donde se hable del Señor,
podrán clamar mil veces por la ayuda
para despertar esa fe,
pero siempre al final
cada quien deberá hacerlo solo.
Esa fe es la que nace del corazón,
la que nace de ese encuentro
solitario e íntimo que el ser experimenta
cuando cerrando sus ojos y
apretando sus manos contra el pecho,
reconoce que su vida puede mejorar
y debe mejorar; reconoce que su existencia
es debida a un magnífico poder
que mueve los mundos y dirige
la evolución de todas las criaturas.
Esa fe nace de reconocerse fruto,
hijo bendito de una manifestación
incomprendida,
inconmensurable y omnipresente.
Esa es la fe que mueve montañas,
las montañas de iniquidad,
las montañas de dolores,
las montañas de recuerdos,
las montañas de rencores,
esa fe que nos permite dejar
en paz a todos aquellos
que nos han lastimado.
Esa fe que nos abre los ojos
hacia un futuro prometedor y
nos quitas las manos de nuestro
propio cuerpo para llevarlas hacia
una vida creativa y útil.
Esa es la fe que elimina los
sentimientos de autoconmiseración,
para convertirlos en una eterna alabanza
a ese Rey de Reyes.
Esa es la fe que mueve las vidas
de aquellos que escriben la historia,
es la fe que impulsa al
marino a embarcarse en el mar y
la fe que mueve a los alpinistas a
escalar las más altas cumbres,
la fe que dirige a los cirujanos
en las más delicadas operaciones.
Es la fe que hace reír a los humildes
aun sin tener nada que comer,
la misma fe que brilla
en los ojos de los niños
aun sumidos en la miseria,
la misma fe que reflejan los padres
cuando ven en su cuna al recién nacido,
es la fe que siente la madre
cuando poniendo la mano sobre su vientre,
recita dulces palabras a ese fruto de su amor
que se encuentra en gestación.
Es la fe que hace madurarlos frutos
en los árboles de la naturaleza,
la fe que mueve los ríos
en su camino al mar,
la que vibra en los corazones humanos
cada vez que hay Navidad,
la que inspira, la que mueve,
la que motiva, la que despierta,
la que agiganta.
Esa es la fe que hace santos a los santos,
la fe que llevó a Cristo a la resurrección,
la fe que ha guiado a los hombres
desde el inicio de los tiempos,
la misma fe que llevará a todos
de retorno al Padre.
Estas son mis palabras y
con ellas dejo mi bendición entre ustedes.
Kwan Yin.
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