Reírse todos los días un poco debe alargar la vida. Y es que las personas que demuestran tener buen humor saben hacer frente mejor a la vida. Saben sacar de todo algo positivo, y han encontrado la forma de remontar los momentos duros. Es síntoma de buena salud anímica, de un cierto equilibrio interno, de una especial madurez humana. Y esa armonía interior se trasluce hacia fuera.
Tener buen humor no es lo mismo que “ser gracioso”. Hay gente dotada para contar chistes y resultan “chocantes”. Saber arrancar una sonrisa a una persona que lo está pasando mal es un gran don. Pero no todos hemos nacido para el noble trabajo de payaso. Sin embargo, a nadie nos debería faltar el buen humor.
Por ejemplo, cantar solo alguna vez no es estar loco. El ser humano no vive sólo de trabajar y ganar dinero. Dicen los italianos que “Cuando el cuerpo está bien, el alma baila”. Y es verdad: en la vida hace falta cantar y bailar. No todos somos David Bisbal, pero aunque no sepamos entonar, y seamos patosos (con perdón de los patos), silbar o tararear lo primero que nos pasa por la cabeza, o mover de vez en cuando el esqueleto, es síntoma de buena salud anímica, y al mismo tiempo ayuda a vivir.
El buen humor no tiene nada que ver con el “cinismo”, esa actitud ante la vida de quien “está de vuelta de todo”, mira al mundo por encima del hombro, y se burla de todo. Tampoco tiene que ver con la ironía hiriente, con la burla y el ridículo. El buen humor es eso, “bueno”; nace de una persona buena, y hace bien.
Tendemos a tomarnos demasiado en serio: “¡De mí no se ríe nadie!”, decimos a veces levantando la voz. Y, ¿cómo que no? ¿es que somos tan especiales? La verdad es que hacemos tantas burradas (con perdón de los burros), y decimos tantas tonterías en la vida, que, la verdad, no es para ponerse así. Perder el sentido del ridículo y saber reírse de uno mismo es buena señal.