LAS MADRASTRAS.
Decir: “Madrastras”, conlleva generalmente a estereotipar o encasillar a las mujeres que se casan con hombres viudos o que conviven con ellos en unión libre, y como es obvio por tal razón, tienen que hacerse cargo de los hijos ajenos…
La madrastra es considerada como una persona poco afectuosa, poco comprensiva, poco atenta, indolente, pasiva, y a veces hasta cruel, amargada, grosera y maltratadora.
Partiendo desde ése punto de vista; es difícil asegurar que los hijos que se han quedado sin su madre biológica, (sea por fallecimiento, separación o divorcio o por lo que sea), puedan llegar a aceptar y hasta a querer a la segunda esposa de su padre, la sucesora, la usurpadora, la mujer que llegó a ocupar el lugar de su progenitora.
Entonces; ¿Qué pasa cuándo el hombre se ha vuelto a casar y sus hijos no quieren seguirle por esta razón? ¿Hasta dónde la mujer está obligada a cargar con ésos hijos (que se suponen son menores de edad), y que el esposo no quiere dejarlos al cuidado de otra persona, aunque se trate de la misma familia?.
Cierto es que al contraer la responsabilidad de un nuevo matrimonio, a sabiendas de que el hombre con quien la mujer unió su vida para integrar una nueva familia, tiene hijos de su anterior matrimonio, ella deberá aceptar todo en paquete. ¿Pero qué pasa cuándo tiene a sus propios hijos de ése nuevo matrimonio y tiene que atender a sus hijastros como si fueran propios? ¿Los verá y los querrá igual que a sus propios hijos?
O bien; supongamos que se trate de un caso contrario. Que fuera la mujer quien llegara a su segundo matrimonio llevando consigo a los hijos de su anterior matrimonio. Ella por supuesto como una buena mujer y una excelente madre, seguiría amando a sus hijos del primer padre y también a los del segundo si los hubiere, ¿Pero el padrastro los aceptaría, los trataría y lo amaría igual? ¿No haría diferenciaciones entre ambos, llegado el momento?
Casos se han dado, y muchos por cierto, en que son los hijos ajenos quienes pagan los platos rotos por la llegada un nuevo bebé en casa. Quiérase o no; ellos sienten que han sido relegados a un segundo plano, porque el padrastro o la madrastra (pareciera que no), pero notoriamente elegiría primero toda la atención, el tiempo y el cariño, para el hijo de ambos.
¿Qué hacer en éste caso, nosotras como madrastras? ¿Atenderíamos, protegeríamos y amaríamos a los hijos del compañero que ya traía hijos de otra mujer a nuestra casa, para que ellos no sintieran ningún tipo competencia, rechazo ni celos por el nuevo hermanito que lo tendría todo?
Es claro que para no ser tan pesimistas; entenderíamos perfectamente que los niños no tienen la culpa de nada; y que ellos no buscaron ésta circunstancia de vida. Entonces; ¿Llegaríamos a amar a esos chiquitos (que no son nuestros), igual que a los hijos de nuestro actual matrimonio sin hacer omisiones ni comparaciones, ni etiquetarles diferencias?
Seamos sinceras, francas y honestas amigas: ¿Qué tipo de madrastras desearían ser ustedes, si tuvieran que educar y formar hijos ajenos, junto a los suyos propios? ¿O qué tipo de padrastros desearíamos tener para nuestros propios hijos?
No quiero ser amarillista con éste tipo de “reflexiones”, ni pretendo ser una crítica improvisada, pero conviene llamar a las causas por su nombre y aceptar las cosas como son con toda realidad.
El mundo está plagado de crímenes morales, nuestra sociedad se debate entre la vida y la muerte por no querer aceptar, ni tener el valor de reconocer abiertamente, que los niños son valiosos en todas las circunstancias de vida, (sean hijos de quien sea), y que si por alguna poderosa razón de Dios, ésos niños ajenos llegaron a nuestras manos, y deberán forjarse bajo nuestra custodia y responsabilidad (en la circunstancia que haya sido), nosotras como mujeres tenemos el compromiso divino de aceptar, amar y educar a esas criaturas del Señor, con la misma dedicación, entrega y amor que lo haríamos con los hijos de nuestra carne y nuestra propia sangre.
Es nuestro deber como mujeres, cálidas y amorosas de adoptar la presencia de esos pequeñitos, como si hubieran nacido de nuestro vientre, y sin hacernos las mártires, ni tener la necesidad de compararlos con los hijos que nosotras trajimos al mundo y que de alguna manera emparentaron en lazos consanguíneos a esos seres que ahora son nuestro tesoro más grande, porque el amor mismo los trajo a casa y los integró a nuestro hermoso corazón de madres, ya no de madrastras celosas, inseguras e inmaduras.