Nacimiento e historia de la localidad de Carcastillo
No hay una fecha clara y determina-da del origen exacto del pueblo, pero podemos empezar diciendo que en nuestro término se encuentra el yacimiento prehistórico de “EL CONGOSTO“. Se encontró un milario fechado en el año 252 y una inscripción funeraria, muy decorada, que señala el lugar de enterramiento de un hispano-romano, por cierto llamado PORCIO FELIX GRESIS.
Así pues, existen fundamentos históricos y objetivos, por los que podemos decir que Carcastillo, como asentamiento estable, surgió ya en la época romana, una vez que el emperador de turno repartiese las tierras conquistadas en Hispania. Ciertamente, este período se caracteriza por su irrelevancia, ya que prontamente el lugar fue a su vez ocupado por gentes trashumantes y comerciantes, como paso hacia la vecina Caesar Augusta (Zaragoza).
En el siglo X, consta como puesto avanzado de la monarquía pamplonesa en la frontera con los musulmanes.
En 1129 el rey Alfonso el batallador dona a sus habitantes el Fuero de Medinacelli y veinte años después, tras las guerras entre los reinos de Navarra y Aragón, se decide la construcción en el lugar de un monasterio. Esto echa por tierra la creencia popular de que el pueblo es posterior al monasterio, si bien es cierto, a partir de este momento la historia de ambos va a llevar un rumbo estrechamente paralelo.
Ya en 1163 el monarca navarro Sancho VI el Sabio dona al abad y a sus monjes el disfrute de Carcastillo con todos sus términos, hierbas, aguas, yermo y poblado, que se continúa con una nueva concordia entre los canónigos de Montearagón y el rey navarro, cediendo también al monasterio la iglesia local, que hasta entonces pertenecía a la Corona de Aragón, por cesión del rey Sancho Ramírez en 1093.
A partir de aquí comienza el auténtico esplendor del pueblo, paralelo al del monasterio con la llegada de gentes de otras zonas para trabajar en usufructo la tierras que los monjes cedían. Casi al mismo tiempo comienzan las disputas y discrepancias entre vecinos y monjes debido a las altas pechas e impuestos que los primeros debían dispensar a los segundos.
Sobre 1319 Carcastillo alcanza su máximo desarrollo poblacional: más de 4.000 habitantes.
Es en 1443 cuando el Príncipe de Viana, nos concede el derecho de aprovechamiento de las Bardenas Reales, como pueblo congozante.
Aun en tiempos de Carlos II, existieron en torno a Carcastillo las ermitas de San Juan Bautista, San Lorenzo y San Esteban, hoy ya desaparecidas, lo mismo que varios pueblos satélites como Encisa, Castelmunio, Samasi, Villazuruz y Marcuelles, todos ellos muy notorios en la Edad Media.
Es a principios del siglo XVIII y durante casi todo el XIX, cuando se produce la decadencia del monasterio y de la Villa, a consecuencia de acontecimientos tales como la Guerra de Sucesión o la ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia, hasta que en 1835, con la Desamortización de Mendizábal, Carcastillo alcanza su independencia, comenzando lenta-mente su crecimiento y desarrollo por sí solo, con la llegada de nuevas gentes y la progresiva implantación de industrias, hasta nuestros días. (Un detalle curioso: la talla original de Ntra. Sra. de la Oliva fue transportada hasta Ejea de los Caballeros para protegerla de los franceses, que arrasaban con todo, y nunca más fue devuelta siendo en la actualidad la patrona de este pueblo-ciudad.
“NUESTROS GIGANTES”
D. Carlos Príncipe de Viana, era hijo de la reina Blanca y Juan II, y vivió desde 1421 a 1461, es decir, en pleno siglo XV.
Los cronistas de la época lo describen como un hombre de estatura media, cara delgada y expresión melancólica. Fue una persona de sensibilidad, interesada en todos los campos del saber, acostumbrado a vivir y moverse entre los ambientes más refinados. Su juventud transcurrió plácida y felizmente en Navarra, residiendo con su madre en el por entonces fastuoso palacio de Olite, entre paseos por la feria de Tafalla, romerías a Ujué, Rocamador o El Pilar de Zaragoza, recepciones y festejos cortesanos con trovadores y bufones.
Gustaba el príncipe de la caza, que sabemos practicaba en las Bardenas. Hemos de imaginarlo por estas tierras con el caballo blanco que su madre le regaló a los 18 años y sus lebreles, acompañado por los miembros de su casa practicando la caza con halcón y quizás capturando animales salvajes para su zoológico particular en Olite, en el que llamaban la atención de los visitantes los leones, jirafas, camellos y otras fieras.
A partir de los 20 años, tras morir su madre, soberana natural de Navarra, su vida fue a cambiar radicalmente en razón de los continuos enfrentamientos por la corona con su adre D. Juan, el rey consorte. Etas disputas desembocaron desde 1451 en una larga guerra civil entre los bandos de los Agramonteses y los Beaumonteses, que esquilmó el reino y alejó a D. Carlos de su tierra, llevándolo a Sicilia, Cerdeña, Menorca y Cataluña. Aquí, en Barcelona, falleció a la edad de 40 años y sus restos se conservan en un rico sepulcro del Monasterio de Poblet.
Doña Blanca, nació en 1424 en el castillo de Olite, fruto del matrimonio de la reina navarra Doña Blanca y Juan II. Fue hermana de Carlos, Príncipe de Viana.
Su vida fue corta y azarosa, frustrada por las disputas dinásticas que envolvieron al reino de Navarra en el s. XV. Como era costumbre en la época, casó a la temprana edad de 15 años con el rey Enrique IV de Castilla, que pronto la repudiaría, bajo la acusación de no darle descendencia.
A la muerte de su hermano se convirtió en heredera legítima de la corona, l que a postre le valdría la enemistad de su padre y su traslado a la fuerza de Bearn, en Francia, donde moriría en extrañas circunstancias a la edad de 40 años -envenenada según las crónicas- junto a su hermana Leonor y su cuñado.
Estos tristes acontecimientos fueron novelados por la imaginación del literato Navarro Villoslada. En su obra, que lleva el título “Doña Blanca de Navarra”, imagina una historia en que una princesa aparece apresada por orden de su padre en Mendavia, donde se escondía disfrazada de aldeana. De allí fue conducida por el traidor Mosén Pierres de Peralta al castillo bardenero de Peñaflor, en el Vedado de Eguaras, lugar en el que, como relata el novelista “le pusieron hierros” y permaneció bajo la custodia del famoso capitán de bandoleros Sanchicorrota y su cuadrilla de forajidos. En vano los partidarios de Doña Blanca intentaron liberarla pues antes de que lo consiguieran, Mosén Pierres la condujo al castillo francés de Orthez, donde moriría envenenada en 1464.
Si el Príncipe de Viana y Doña Blanca representan a personajes de alto rango pertenecientes a un pasado remoto, el Bardenero y la Segadora son el símbolo del trabajo de las gentes de a pie en esta tierra.
Cuenta el profesor Floristán cómo la gran roturación de las Bardenas se inició con el cambio de siglo, cuando muchos padres o abuelos de los actuales labradores subieron al Plano, o a la Negra y cogieron el arado y los animales para roturar la tierra que jamás había conocido reja ni cultivo. Con el surco se señalaba la tierra apropiada y para evitar colisiones con los vecinos se hacían surcos suficientes para que se juntaran las tierras removidas. Así fueron naciendo algunos labradores fuertes y otros no tanto.
La vida de estas gentes era dura.
Hasta que hace 70 años llegaron las primeras cosechadoras tiradas por caballerías a este rincón de Navarra, el Bardenero y la Segadora pasaban la semana en la Bardena durmiendo en la cabaña o si la noche estaba buena en un fascal de fajos. Comían el companaje que llevaban, a menudo un trozo de pernil y pan, y cuando no, todo aquello que anduviera, corriera o volara. Cada dos tres días les llevaban o iban por el “recao”.
Desde que por San Juan se iniciaba la siega y durante más de mes y medio los congozantes, además de peones venidos de otras provincias (Castellón, Soria, Guadalajara…) recogían la mies pertrechados con sencillas herramientas: la hoz en la mano derecha y la zoqueta de madera de boj en la izquierda. Para soportar los rigores del calor se tocaban con un amplio sombrero de paja, que las mujeres se ceñían con un pañuelo.
Los hombres se vestían con un pantalón bombacho, camisa y calzaban abarcas. Se servían de manguillas hasta el codo atadas con lazos y hechas con medias viejas para resguardarse el antebrazo y poder hacer el puño de mies mayor. La mujer solía llevar delantal y sólo excepcionalmente algunas se atrevían con los pantalones.
Cuando la mecanización fue sustituyendo al trabajo manual, la tarea de los segadores se limitó a laderos inaccesibles o a sacar orillos, hasta que definitivamente la cosechadora autopropulsada y demás avances de la técnica (el brabant, los abonos, etc.) vinieron a acabar, hace aproximadamente 40 años con un modo de vida secular.
Agradecemos estas líneas a D. Jesús Sesma, gran conocedor de las costumbres bardeneras.