Comer
en familia
Comer, como tantas otras necesidades de nuestro cuerpo,
se puede satisfacer de varias maneras: a solas, como mera necesidad fisiológica;
socialmente, ajustándose a las normas de la urbanidad; finalmente, en familia,
como cristianos, como conviene a hijos de Dios que saben y confiesan que el
Padre del cielo es quien nos da el pan nuestro de cada día.
Comer es una necesidad de nuestro organismo. La auténtica tradición
judeocristiana le encontrará a la necesidad orgánica de comer una forma que
satisface los tres niveles: el orgánico, el social y el cristiano: comer en
familia. Es casi un sacramento, vale decir, una forma de hacer presente a Jesús
resucitado en medio de nosotros. Comer en familia, al menos una vez al día,
eleva esa necesidad material de comer a un acto social y cristiano; se convierte
en una sinfonía de arpegios y melodías prácticamente
celestiales.
Comer en familia: No se trata ya de un acto privado y egoísta de engullir
rápidamente alimentos como quien en contados minutos llena el tanque de su
automóvil, sino de poner en artística ejecución a la orquesta más humana y
divina que haya creado Dios: la familia. El comedor era y debería volver a
serlo, el lugar más importante de la casa. El centro del hogar, que recoge bajo
un mismo techo y alimenta con un mismo pan a todos los miembros de una familia.
La vida moderna, con sus distancias entre oficina, colegio y hogar; sus
múltiples faenas y ruidos, su caótica escala de intereses, acaba con el comedor,
con la comida en familia y, lamentablemente, va acabando hasta con la
familia.
Cada hogar, si quiere volver a ser tal, deberá imponerse el deber de
sentarse todos los días a la mesa, por lo menos, una vez al día y, ciertamente,
en fin de semana. Todos sentados al tiempo, sin afanes, sin radio ni televisión.
Por supuesto, sin estar pendientes del smartphone, ni de las redes sociales o
del whatsapp, sin partidos de fútbol, prensa ni revista que distraigan la
atención ni el ritmo de la vida en familia. Todos sentados a la mesa aprendiendo
cultura y urbanidad, oyendo las tradiciones familiares, y oyéndose mutuamente lo
que cada uno hace, sufre y goza. Allí, sentados a la mesa, se deben hacer las
deliberaciones y tomar las grandes y pequeñas decisiones de familia. Así, los
hijos aprenden a deliberar y decidir, y a caer en la cuenta de que son
importantes en la familia. La vida en familia da seguridad a los hijos, los
aparta de los vicios y las malas compañías, les ayuda a despejar sus dudas
religiosas y morales, les compensa las fatigas del día. Recuerden cómo fuimos
educados los que ya peinamos canas. Comimos juntos y crecimos juntos. Al calor
de los "viejos" bebimos tradiciones, cultura y amor. Comimos y oramos juntos
antes de lanzarnos a la vida, como hombres, a cumplir la misión que nos asignó
el Señor. Jamás se nos ocurrió la fuga hacia el licor, la droga, la calle o la
perdición. El hogar, el dulce hogar, nos educó y nos defendió. Padres de
familia: si quieren formar hijas e hijos seguros, libres de todo mal, educados y
valiosos, vuelvan a comer en familia.
(Reflexión basada en el texto de Alfonso Llano Escobar, S.
J.)