Corazones que aman
Hace pocas
semanas han nacido dos niños, ninguno de ellos lo ha hecho en mi hospital, pero
por diversos motivos he tenido noticias de
ellos.
Una tarde
cualquiera recibí en mi despacho a Eduardo; acababa de ser padre hacía unos
días, pero su hija, su primera hija había nacido con graves secuelas que
afectarían seriamente a su calidad de vida. La niña se mantenía con vida por la
respiración asistida y las drogas que le suministraban al caso. Los médicos
habían aconsejado retirar todo medio extraordinario y dejar morir a la niña.
Eduardo se resistía a ello. Buscaba el consejo del sacerdote y el sosiego ante
una decisión que implicaba poner a prueba su amor. Él, quería quedarse con su
hija, le daba igual su situación, los sacrificios que exigiera y los cuidados
que requiriera. Le hice ver que su gesto era heroico de por sí. Que aquella
niña, sólo por nacer y ser bautizada se había “realizado” y que en definitiva no
era él quien la condenaba a la muerte, ni quien le regalaba la vida, sino que
era Dios. Que quizás a pesar de retirar esas asistencias extraordinarias, las
cuales no hay obligación de mantener, la niña seguiría
viva.
Eduardo
lloraba, porque Eduardo tiene un corazón que ama. Al final fueron retirados los
medios desproporcionados y la niña, por voluntad de Dios sigue con vida. Ahora
llega el momento del amor escondido, ordinario, a veces con espinas, pero con la
recompensa que supone la entrega a un hijo. El amor de esos padres compensara
todas las demás deficiencias.
Pocos días
después tenía conocimiento del nacimiento de otro niño, sobrino de un compañero,
su situación era muy delicada por lesiones cerebrales. Los padres amaban también
a ese niño y lo querían aunque viviera de alguna manera disminuido: ¡ Era su
hijo !, también su primer hijo. Pues bien, por voluntad de Dios este niño ha
muerto. Pero me han contado cómo, estando en la Unidad de Cuidados Intensivos de
neonatos, al llegar su madre por las mañanas, al entrar por la puerta y saludar
a las enfermeras, el corazón de aquel niño empezaba a latir con más fuerza y
agitación. Los controles del ritmo cardíaco marcaban una alteración. Aquella voz
le era familiar: ¡ Era la voz de su madre !. Quizás lo único que conocía de
ella. Al sentir cerca al ser que le había engendrado a la vida, aquél
corazoncito latía de amor y de emoción. Los latidos de ese corazón percibidos
con nitidez compensan sin duda los amores recibidos de cualquier
hijo.
Un corazón que
ama, otro corazón que late, dos corazones que son reflejo del Amor y la
Perfección de Dios. ¡Cuántas gracias le doy al Señor por estar en mi
hospital!
autor: Pablo
Panadero