Caminé hacia la tarde de verano para quemar, tras el azul del monte, la mirra amarga de un amor lejano en el ancho flamígero horizonte. Roja nostalgia el corazón sentía, sueños bermejos, que en el alma brotan de lo inmenso inconsciente, cual de región caótica y sombría donde ígneos astros, como nubes, flotan, informes, en un cielo lactescente. Caminé hacia el crepúsculo glorioso, congoja del estío, evocadora del infinito ritmo misterios0 de olvidada locura triunfadora. De locura adormida, la primera que al alma llega y que del alma huye, y la sola que torna en su carrera si la agria ola del ayer refluye. La soledad, la musa que el misterio revela al alma en sílabas preciosas cual notas de recóndito salterio, los primeros fantasmas de la mente me devolvió, a la hora en que pudiera, caída sobre la ávida pradera o sobre el seco matorral salvaje, un ascua del crepúsculo fulgente, tornar en humo el árido paisaje. Y la inmensa teoría de gestos victoriosos de la tarde rompía los cárdenos nublados congojosos. Y muda caminaba en polvo y sol envuelta, sobre el llano, y en confuso tropel, mientras quemaba sus inciensos de púrpura el verano.