EL CUENTO DEL ORGANISTA DESCONSIDERADO
Al finalizar de tocar una pieza de música, un virtuoso organista se encontraba agradeciendo la gran ovación de la concurrencia cuando se dio cuenta que el encargado del fuelle le hacía señas y le decía alborozado: “¡Hemos hecho un gran trabajo…!”. El organista, malhumorado, le devolvió una mirada furibunda. ¿Cómo podía este hombrecillo osar siquiera pensar en compartir el mérito de su talento atribuyéndose parte del éxito obtenido en la interpretación?
Cuando el auditorio volvió a quedarse en silencio, el organista retornó a su taburete y se aprestó a tocar la siguiente pieza. Era una de sus piezas favoritas, una sonata sacra de Bach. No volaba una mosca en la sala. El hombre se sentía muy seguro de sí y de su talento. Era su noche… y comenzó a tocar con fruición. La melodía salió de la tubería con majestad infinita. Parecía que las notas, que saturaban la atmósfera retumbando con elegancia entre las paredes de mármol, se trenzaban en volutas danzarinas por sobre las cabezas de los oyentes embelesados. No cabían dudas al respecto, era música del cielo la que inundaba la sala iluminada a medias por una gran lámpara de lágrimas de cristal. Entonces, cuando la melodía parecía llegar a su clímax y el organista se aprestaba iniciar la parte más difícil de la interpretación, se coló entre las notas alegres un gruñido lastimero, una sonajera de ruido abismal, como si un rastrillo hubiese rasgado la tersa superficie de seda de la música inmortal… ¿Qué era eso? El organista se quedó inmóvil sin poder mover los dedos ya sobre el teclado. El poco aire que quedaba en los tubos siguió su camino solitario rumbo al abismo. La gente se quedó pasmada. Los murmullos invadieron la sala. ¿Qué había sido eso?
En ese momento, el atribulado músico sintió una mirada fría clavada en sus ojos. Era el encargado del fuelle. El hombrecito, sin pronunciar una sola palabra le transmitió con su sola mirada la pregunta calcinante: “¿Qué no me necesitabas…?”. Y se dio la vuelta dejando al artista con la respuesta atravesada en sus labios de cera. ¿Qué no me necesitabas…?
Valga este pequeño cuento para ilustrar un problema muy común en las empresas que frecuentemente atenta contra el éxito de los proyectos: el ego de los altos mandos que suelen atribuirse en exclusiva los laureles de los triunfos de la organización sin reconocer el aporte de los subalternos. La consecuencia inevitable de este tipo de conducta es la falta de motivación e incluso cierta tendencia a “atornillar al revés” de quienes ven cómo su trabajo es infravalorado por quienes debieran estimarlo.
TODOS TIENEN SU IMPORTANCIA EN UN GRUPO ¡!!