En tiempos de ricos y pobres, de reyes y esclavos, la vida, incluso la de los más notables, apenas tenía valor.
Guerreros se enzarzaban en sangrientas batallas;
reyes y nobles morían envenenados por envidias y traiciones;
inquisidores torturaban y asesinaban en nombre de su dios;
gentes apenas consideradas personas y cuya existencia daba,
simplemente, igual fallecían de hambre, frío o pena en cualquier olvidado rincón.
Tal era el valor de la vida, que quien mataba no sentía culpa alguna.
Incluso en ocasiones se convertía en héroe, admirado y agasajado por el pueblo.
Distinto era para quien moría, pues el hecho de morir es igual a todos,
por muy diferente que sea la muerte. Tan sólo, dejar de vivir, dejar de sentir, dejar de ser.
Nada más.
Tal era el valor de la vida. Aunque, cierto es, no para todos.
En un pequeño pueblo casi perdido, se contó durante mucho tiempo el relato de un rey que,
durante una cacería, se perdió en la profundidad de un bosque.
Oscurecía ya cuando, tras buscar caminos o sendas que seguir,
topó con una cabaña situada junto a un pequeño claro al lado de un río.
Creyendo aquellos lugares sus tierras, y sabiéndose monarca,
vociferó mientras golpeaba fuertemente la puerta:
- ¡Abrid al rey! He perdido mi séquito y cuanto necesito para satisfacer a mi persona.
Dejadme pasar aquí la noche, y seréis recompensados o castigados
en función de vuestros actos y servicios.
Mañana marcharé, pues mi reino me necesita.
Ahora, ¡abrid!.
Casi de inmediato, se escucharon unos pasos acercándose a la puerta,
y una voz que, susurrante, pronunció estas palabras:
- No te creas tan importante, o imprescindible.
El sol salía antes de estar tú en este mundo. Y, tenlo por seguro,
seguirá haciéndolo cuando no seas ya ni un lejano recuerdo en las mentes de los contadores de historias.
No pienses que tus problemas son tan grandes y graves, o tus virtudes y ofrecimientos tan valiosos.
Tampoco tus amenazas tan temibles. Alza la vista, y mira el cielo.
¿Ves su fin? Pues para el infinito tu persona o cuanto te suceda en vida es poco menos que nada.
Estupefacto, el rey observó el estrellado cielo.
Pasados unos segundos, mientras las palabras todavía sonaban en el eco de la lejanía,
la puerta se abrió, y una lumbre acogedora lo invitó a entrar.
Se dice que el rey pasó la noche en la casa, y durante horas y horas estuvo hablando
con el viejo ermitaño que allí vivía.
A la mañana siguiente, marchó, y logró regresar a su reino.
Los contadores de historias no conocen un final concreto para este relato.
Pero saben que cuando un pobre o un vagabundo llamaba a alguna de las puertas del reino,
se escuchaban estas palabras:
- No te creas tan insignificante, o ignorante. Formas parte de la vida de muchas otras personas.
Y, tenlo por seguro, te recordarán cuando ya no estés.
No pienses que tus problemas no tienen solución alguna, o que careces de virtudes y cosas que ofrecer.
Tu persona siempre será tuya, y con ella, su compañía. Alza la vista, y mira el cielo.
¿Ves su fin? Pues para el infinito tú no eres más, ni menos, que nadie.
Y tras estas palabras, siempre se abría la puerta, un plato caliente era servido y un lecho cedido.
Cuentan algunos que en el reino dejaron de haber muertes sin razón,
y pobres, y ricos, sin corazón. Y la vida se valoró un poco más.
O un mucho. Porque si algo hay seguro en ella es que, más bien temprano, terminará.