**El astro poeta brillaba orgulloso sobre el cielo. Sus rayos de oro acariciaban con gentileza la tierra de los mortales, dándoles la esperanza de un nuevo día y la fuerza para seguir adelante. En tierras de Homero, un enorme santuario construido desde tiempos inmemoriales se extendía con orgullo cerca del mar.  Era el santuario de Athena, hogar de los santos; guerreros al servicio de a paz y de la justicia. Aquellos hombres, guardianes de las constelaciones en el firmamento, cuyos puños desgarraban el cielo, y cuyas piernas destruían la tierra. Sin embargo, en aquella orden de 88 guerreros; algunos traidores y desertores se encontraban. Guerreros débiles y cobardes que ensuciaban el nombre de el ejército al que pertenecían y el de la diosa a la cual servían. Su castigo era pasar el resto de sus patéticos días tras los poderosos barrotes de la prisión de Cronos, en el santuario. Y una figura, brillando en colores dorados, apareció en aquellos lugares. Su cosmos era helado, y lo manifestaba en aquellas prisiones. Sin embargo, un noble caballero lo observaba. -¿Qué haces aquí, Degel?- se escuchó preguntar a una voz poderosa, mientras de entre la sombras con las que jugaba el astro rey, una galante figura se dio a notar delatado por el resonar de unos botines metálicos. Cuando el sol por fin iluminó a aquel gallardo joven, este se acercaba con pasos marciales al maestro de los hielos. Era un hombre de mirar fiero, y corazón indomable. Su adónico cuerpo era recubierto con elegancia por una legendaria armadura del color del oro que chispeaba al roce del sol. Su piel era bronceada, besada por Apolo. Una alborotada melena castaña, unos centellantes ojos verdes, una ondeante capa de seda blanca y un casco dorado que imitaba a con galantería las crines de un león completaban a aquel hombre. No había duda. Era Aioria, el santo dorado del signo de Leo. Entonces, sin despegar su mirada del décimo guardián, continuó hablando – Athena me ha encomendado la misión de vigilar esta prisión. ¿Cuáles son tus asuntos en esta parte del santuario?- Y calló. Esperaba respuestas de su compañero de oro, mientras dejaba que el viento jugara con su cabellera y con la capa a sus espaldas.  ¿Qué tramaría aquel guerrero de acuario?**

**Una sonrisa sarcástica se dibujó en el rostro del griego ante las tontas palabras de Degel. ¿En verdad era el más inteligente entre los santos? No lo parecía. Y, aún envuelto en aquella luz de oro que crecía a cada segundo, de temperaturas cálidas e intenso brillo, Aioria cerró sus ojos y aún con aquella sonrisa, preguntó -¡Como te atreves a llamarme mentiroso! ¿Qué sabes tú? Yo estoy aquí porque esa es mi misión, y no tengo cuentas que rendirte a ti.-  Y calló, sabiendo que la razón se encontraba con él. Pero cuando el acuariano exclamó que no dejaría escapar al león de Nemea, una ligera risilla se escapó de aquel muchacho.- ¿Escapar?- cuestionó con ironía en su voz -¿Quién ha dicho algo de escapar? Mi misión encomendada por Athena misma, como te eh repetido incansablemente, es estar aquí y cuidar este lugar.- Y a cada segundo, con cada palabra su cosmos se intensificaba más y más, contrarrestando la gélida aura de Degel. Entonces levanto su diestra y, llamando de forma burlona al caballero con sus dedos, comentó –Pero si quieres discutirlo más a fondo…- con sarcasmo, invitando al ataque al viejo caballero de acuario. Aioria sabía que con ignorantes no se conversaba, y veía en los ojos del siberiano el deseo de combate. ¿Se lanzaría al ataque? Aioria cambiaba su rostro, de burlón a serio; con el ceño fruncido y su cosmos brillando con orgullo. El verdadero león gruñe ante las amenazas.**