Los tablones de madera crujían siempre por muy despacio o muy descalzo que uno se acercase al desván. Los últimos escalones de piedra suponían casi una prueba de alpinismo, pero el mundo agazapado tras la puerta de roble merecía cualquier esfuerzo. Las expediciones tenían lugar siempre a la hora de la siesta y a pesar de las prohibiciones de los mayores. Allí nos reuníamos todos los que no podíamos dormir sin una nana de luna. Había vestidos-cortina para princesas, una cajita de música para bailarinas y que funcionaba según tuviese el día; los piratas contaban con una vieja cama de hierro como nave temible y cualquier caja o baúl se convertía en un parapeto perfecto cuando comenzaban los tiroteos sin ley con las dedo-pistolas. Allí comenzó la ahora abandonada colección de sellos que sabían al océano que habían cruzado y que permanecían tras el trayecto ancladas en una caja de latón. Y allí también junto a los ventanucos, el viejo sofá de muelles incontrolables, que cuando el corazón no aguantaba más acción; era el refugio ideal para curiosear los libros de cuentos que se amontonaban sobre la cómoda de madera. La luz que se colaba sabía a verde del valle, a guiños del lejano faro y cerezas....
Hace años que no subo al desván de los abuelos, hoy tengo un ataque de "nostalgitis", que me hace pensar que quizás los recuerdos no estén como los dejamos la última vez...