Sentado bajo la luz dorada de la farola,
levanta sus ojos verdes hacia el tejado.
Hace dos noches, allí había acudido a apurar las últimas gotas de luna.
Desparramados sobre las tejas, otros cuatro congéneres,
que dicen que de noche todos son pardos.
Quizás por eso no se percató de que había gato encerrado.
Todo sucedió sin saber bien cómo.
La luna emprendió su particular lucha con una nube
que pretendía zurcirse en su lateral y en el bosque de antenas,
a la sombra de las chimeneas,
dio comienzo una batalla digna de cualquier libro de historia.
Uno de ellos quiso darle gato por liebre,
buscándole los cinco pies y aunque él tenía habilidad especial
para caer de pie y se defendía como nadie panza arriba,
no fue suficiente. No esa noche.
Esta vez no había sido la curiosidad la culpable,
pero al fin y al cabo era una vida menos de las siete; la penúltima.
Por delante, ahora, sólo una vida más... para desgastarse con ella.