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3 de julio SAN BELTRÁN,* Obispo y Confesor
Vivid con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación. (1 Pedro, 1, 17).
Formado en la virtud por San Germán, obispo de París, que lo hizo su arcediano, San Beltrán llegó a ser obispo de Mans en el año 587. Condujo a su pueblo a las buenas obras y, por prudencia, logró se evitara una guerra con los bretones. Fundó el primer hospicio para ciegos conocido en Occidente y asistió al primer concilio plenario de Francia, en París, el año 614. Murió el 30 de junio del año 623, según se cree, después de haber legado grandes bienes a las iglesias y a los monasterios.
MEDITACIÓN SOBRE LOS MISTERIOS DE LA VIDA HUMANA
I. Estamos en este mundo como en lugar de destierro. Si pensásemos en esta verdad despreciaríamos la tierra que debemos abandonar un día; suspiraríamos por el cielo al que pronto debemos ir. ¡Ah! ¡cuán largo es el tiempo de mi exilio! -exclamaba David- y San Pablo decía: Deseo la muerte para estar con Jesucristo. y nosotros amamos este exilio en el que tantos enemigos nos persiguen, en el que tantas penas nos acosan. Amontonamos tesoros, pero para nuestros herederos. Piensan en lo que dejan detrás de ellos y no en lo que envían delante. (San Pedro Crisólogo).
II. Los peligros continuos que nos rodean en este lugar de destierro deben hacernos temblar. Durante toda nuestra vida, siempre estamos expuestos a ofender a Dios; por virtuoso que seas, puedes hacerte el más malo de todos los hombres. Ni siquiera sabes, al presente, si eres digno de odio o de amor por parte de Dios. Humíllate, pues, y trabaja en tu salvación con temor y temblor.
III. Ignoras cuál será tu fin, no sabes ni la hora, ni el lugar, ni el género de tu muerte, y, lo que es más tremendo, no sabes si eres del número de los predestinados; no lo sabrás hasta después de haber oído la sentencia de la boca del Juez soberano. ¿Cómo meditar estas verdades sin sobrecogerse de espanto? Lloremos y reguemos con nuestras lágrimas esta triste morada pasajera, a fin de terminar con una muerte santa una vida llena de buenas obras. ¡Infortunados! ¡nuestra vida es un exilio, nuestra salvación un peligro, nuestro fin una incertidumbre!
La limosna Orad por los pobres.
ORACIÓN
Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Beltrán, vuestro confesor y pontífice, aumente en nosotros el espíritu de devoción y el deseo de la salvación. Por J. C. N. S. Amén.
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3 de julio
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SAN BERNARDINO REALINO (*) Confesor
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Con San Bernardino Realino ocurrió un hecho insólito que tal vez sea el único caso en el Santoral: Sin esperar a que traspasase el umbral de la muerte fue nombrado patrono celestial de la ciudad de Lecce, donde murió.
Ocurrió a comienzos de 1616. Por toda la ciudad corrió el rumor de que el padre Bernardino Realino, que había sido su apóstol durante cuarenta y dos años, estaba a punto de muerte. Era por entonces alcalde de la ciudad Segismundo Rapana, hombre previsor y decidido. Informado de la gravedad del "Santo Bernardino", se presenta con una comisión del Ayuntamiento en el colegio de los jesuitas. Los guardias le abren paso entre el gentío que se ha formado en la portería del colegio. Llegado a la presencia del moribundo, saca de su casaca un documento que llevaba preparado y lo lee delante de todos:
"Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que nos dejáis, pues nuestro más ardiente deseo sería que os quedarais para siempre entre nosotros. No queriendo, sin embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que os convida con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos, y que tanto os ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh padre, por vuestra inagotable caridad, la cual nos permite esperar que queráis ser nuestro protector y patrono en el paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora para siempre, seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos, ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más profundo dolor."
El anciano padre, acabado como estaba por la enfermedad, hizo un supremo esfuerzo y pudo, al fin, pronunciar un "Sí, señores" que llenó al alcalde y a toda la ciudad de inmenso júbilo.
Había nacido San Bernardino Realino en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don Francisco Realino, fue caballerizo mayor de varias cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.
Dicen que Bernardino era un niño hermoso, de finos modales, todo suavidad en el trato, siempre afable y risueño con todos. A su buena madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: "Si te dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?" Bernardino contestó como un rayo: "De mi madre jamás." Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.
Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna devoción a la Virgen María.
En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros competentes. "En el aprovechamiento -escribe el mismo Santo-, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos." De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.
Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará de "haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente".
Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX. Hasta tuvo sus pendencias, escapándosele alguna cuchillada que otra...
"Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza —escribe el Santo refiriéndose a aquellos días—, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo."
¿Quién fue este "ángel del cielo"?
Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor maravilloso, "hasta tal punto -son sus palabras- de cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella". Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino aquella llama de amor puro y bello que elevó su espíritu a lo alto, como lo demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan. Clorinda y Bernardino tuvieron una confianza cada día creciente, pero siempre delicada y noble.
Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.
-Grande y ardua empresa quieres que acometa -le dijo Bernardino.
-Nada hay arduo para el que ama -fue la respuesta de Clorinda.
Dicho y hecho. Bernardino se sumergió materialmente en los libros de leyes, que le acompañaban hasta en las comidas, y tan absorto andaba con Graciano y Justiniano, que a veces trastornaba extrañamente el orden de los platos, Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y civil, coronando así gloriosamente el curso de sus estudios.
A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.
En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios. He aquí el testimonio -un poco altisonante, a la manera de la época- de la ciudad de Felizzano al terminar en ella su mandato el doctor Realino:
"Deseamos poner en conocimiento de todos que este integérrimo gobernador jamás se desvió un ápice de la justicia, ni se dejó cegar por el odio, ni por codicia de riquezas. No es menos de admirar su prudencia en componer enemistades y discordias; así es que tanta paz y sosiego asentó entre nosotros, que creíamos había inaugurado una nueva era la tranquilidad y bonanza. Siempre tomó la defensa de los débiles contra la prepotencia de los poderosos; y tan imparcial se mostró en la administración de la justicia que nadie, por humilde que fuese su condición, desconfió jamás de alcanzar de él sus derechos."
El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.
En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.
La felicidad de este mundo es poca y pasa pronto. Clorinda se cruzó en la vida de Bernardino rápida y bella como una flor. Ella, que le había animado tanto en los estudios, murió apenas daba los primeros pasos en el ejercicio de su carrera. La muerte de Clorinda abrió en el alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse. Fue una lección de la vanidad de las cosas de este mundo.
El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos.
Un día paseaba el oidor por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que "jesuitas", de una Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.
Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.
Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.
Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?
Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús.
Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el ex-lugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.
En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.
Lecce era y es una población de agradable aspecto. Capital de provincia, a 12 kilómetros del mar Adriático, es el centro de una comarca rica en viñedos y olivares. Sus habitantes son gentes sencillas que se enorgullecen de las antiguas glorias de la ciudad, cargada de recuerdos históricos.
El ir nuestro Santo a Lecce fue sin misterio alguno. Desde hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.
Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.
El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.
Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. "Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad Eterna -dice León XIII en el breve de beatificación de 1895- esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad." El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de el "Santo de Lecce".
Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los médicos de Lecce: "Para el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar."
Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. "¿Por qué tiemblas, Bernardino?", le preguntó la Señora. "Estoy tiritando de frío", le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: "Un ratito más, Señora; un ratito más." En todo aquel invierno no volvió a sentir frío el padre Bernardino.
Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. "Me voy al cielo", dijo, y con la jaculatoria "Oh Virgen mía Santísima" lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.
Muerto el padre, el ansia de obtener reliquias hizo que el pueblo desgarrara sus vestidos y se los llevara en pedazos, lo cual hizo imposible la celebración de la misa y el rezo del oficio de difuntos. Y, así, los funerales de este hombre tan popular y tan querido de todos tuvieron que celebrarse a puerta cerrada y en presencia de contadísimas personas.
FRANCISCO ZURBANO,
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3 de julio
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SAN RAIMUNDO GAYRARD(*) Confesor
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Los orígenes de la ciudad de Tolosa (Francia) se remontan hasta las emigraciones de los pueblos celtas (siglo IV antes de nuestra era), en el que los "bárbaros" descendieron hacia el Garona y fundaron en torno al viejo Tolosa un Estado cuya influencia debía extenderse hasta las orillas del Mediterráneo. Bajo la conquista romana, desde el año 125 antes de Jesucristo al 52 después del mismo, la Galia céltica se asimila la civilización del ocupante, y Tolosa, renovada al contacto con las instituciones romanas, constituye durante el primer siglo de nuestra era la ciudad más opulenta de la provincia Narbonense.
En esta ciudad galorromana penetró en el siglo III San Saturnino, fundador de la iglesia de Tolosa, cuya grandiosa figura se destaca en toda la antigüedad cristiana del sur de Francia. El fue quien plantó la iglesia, y él quien, por su sepulcro, es como signo visible de la apostolicidad de la misma. En su conmemoración se construyeron dos basílicas: una en el lugar de su suplicio, antiguo Capitolio, dedicada hoy a Nuestra Señora del Toro; la otra sobre su tumba, donde se veneran aún sus reliquias, y que es uno de los más célebres monumentos de la arquitectura románica.
Pues bien; a la construcción de esta grandiosa basílica está ligado el nombre de otro santo, San Raimundo Gayrard, cuya fiesta se celebra en Tolosa el 3 de julio y en las casas de los canónigos regulares de Letrán el día 8. Es más, habiéndose realizado, por breve de 4 de mayo de 1959, la Confederación de las cuatro Congregaciones de canónigos regulares de San Agustín que existen en la Iglesia, la fiesta de San Raimundo ha pasado a celebrarse en todas las casas de dicha Confederación en esta misma fecha.
Raimundo nació en Tolosa a mediados del siglo XI. Sus padres le hicieron entrar al servicio de la iglesia de San Sernín o San Saturnino, en la que fue cantor, aunque sin pertenecer al estado clerical. Allí vio comenzar los trabajos de la nueva basílica y cómo rápidamente, en los años que van del 1080 al 1096, se elevaban el ábside y el presbiterio. El papa Urbano II, el 24 de mayo de ese año 1096, consagraba solemnemente la parte de obra que se había acabado ya.
Joven aún abandona la basílica y se casa. Transcurren así unos años de vida tranquila y ejemplar. Pero su mujer muere joven y Raimundo decide no volver a casarse y dedicarse de lleno a adquirir la santidad. Lo hace por el camino que el mismo Señor nos ha marcado en el Evangelio: la práctica de la caridad. Una caridad sin límites, manifestada en la continua distribución de limosnas, de víveres, de vestidos, de buenos consejos. Tan amplia que alcanza a todos, incluso a los mismos judíos, entonces tan menospreciados. Una caridad que llega a simbolizarse en el asilo que logra construir para acoger a trece pobres, en honor de Cristo y de los doce apóstoles. Una caridad que le lleva también a realizar una hermosa obra al servicio de los caminantes: las crecidas del río Hers les causaban muchas dificultades y Raimundo encuentra la manera de construir rápidamente dos puentes de piedra.
Pero hay una cosa que le causa profundo sentimiento. La basílica de San Sernín, que había comenzado con tan buenos auspicios, se encontraba, sin embargo, casi detenida en su edificación. El pueblo se había cansado, y en Tolosa cundía el desaliento ante la enormidad del trabajo que quedaba por realizar. En ese momento toma Raimundo la dirección de la obra, que habría de conservar hasta el mismo día de su muerte. Todo cambia al contacto con su entusiasmo y su tenacidad. Trabajador infatigable, siempre en su puesto para dirigir y estimular a los obreros, va resolviendo al mismo tiempo las dificultades de carácter técnico, que no eran pequeñas, y las de orden económico, mayores aún. Cuidando con amor de todos y cada uno de los detalles consigue salvar el plan primitivo, que muchos consideraban completamente imposible. Edifica primero el transepto, después los últimos cuatro trozos de la nave, por fin los muros exteriores de los lados hasta el nivel de las ventanas altas. La muerte le impide acabar por completo la obra, pero, como hemos dicho, el plan primitivo se habrá salvado y sus sucesores, unas veces con mayor rapidez y otras, las más, con lentitud, irán terminando la obra. Sin embargo, aún hoy se puede apreciar en la maravillosa basílica la finura de la decoración y el mimo con que están tratadas las partes edificadas por San Raimundo.
Ocurrió lo que cabía esperar. De una parte, San Raimundo, entregado por completo a su vida de caridad y de trabajo al servicio de la Iglesia, concibió deseos de consagrarse enteramente a Dios. De otra parte, los canónigos no podían mirar con indiferencia a aquel admirable arquitecto que la Providencia les había deparado para terminar la obra emprendida. Raimundo solicitó ser admitido en el Cabildo. Y los canónigos no sólo accedieron, sino que poco después le dieron el cargo de preboste del Cabildo. Canónigo ejemplar, continúa edificando a sus hermanos durante el resto de su vida hasta morir santamente el 3 de julio de 1118.
Numerosos milagros se produjeron en su tumba, y bien pronto fue honrado como un santo. Sin embargo, no se obtuvo la aprobación de su culto por parte de la Santa Sede hasta el año 1652. Con ocasión de una gran epidemia, aplacada por su intercesión, se acrecentó grandemente la devoción hacia él, y el papa Inocencio X aprobó solemnemente su culto.
Su vida no fue escrita hasta el siglo XIII, y de esta única fuente parten todos los conocimientos que de él tenemos. Inocencio X recomendó que se le invocara en las enfermedades. Pero, con razón, varios autores modernos, como los monjes benedictinos de Hautecombe y de París, han señalado la oportunidad de invocarle también como patrono de los arquitectos, de los constructores y de los mismos arqueólogos, ya que manifestó de manera tan admirable su ciencia técnica, su habilidad y su conciencia profesional. En estos tiempos de incertidumbre en cuanto al camino que ha de recorrer el arte sagrado, la protección del santo canónigo tolosano, autor de una de las más maravillosas obras de arte de la cristiandad, podría ser prenda de acierto en tan difíciles problemas.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA
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SAN LEÓN II Papa y Confesor
Era Siciliano y su biógrafo elogia sus virtudes y su ciencia. Logró resolver el conflicto de Ravena. Dio su aprobación al Concilio de Constantinopla e hizo traducir del griego al latín los textos del mismo. Su nombre fue incluído en la lista de los Santos.
Nació en Catania. Confirmó las decisiones del Concilio de Constantinopla, mandándolas traducir del griego al latín, sin dejar de subrayar el error de negligencia del que se hizo culpable el Papa Honorio, quien no tomó en seguida una firme posición contra la herejía monotelista «como le correspondía a un Papa». Honorio fue por esto condenado y excomulgado «post mortem» en el concilio mismo. León, si bien reconociera lo justo que era el documento conciliar, defendió la labor del Papa Honorio, justificándole y recordando las particularidades de la situación que le provocó. Solicitó al emperador Constantino IV para que emanara un decreto que estableciera las normas para la consagración del obispo de Rávena. Esta debía realizarse de todas maneras en Roma, y sólo después del acto de sumisión al Papa.
Introdujo el agua bendita en los ritos cristianos y dispuso que éstos fueran celebrados con mucho fasto.
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3 de julio SAN IRENEO Y SANTA MUSTIOLA(*) Mártires
En el tiempo del emperador Aureliano era Turcio procónsul en la ciudad de Clusi, en la Toscana o Etruria; y ejecutando el edicto imperial contra. los cristianos en la ciudad de Sutri, el primero que llamó a su tribunal fue al santo presbítero Félix, ordenando que lo sacasen fuera de la ciudad, y que lo apedreasen hasta que acabase la vida, como así sucedió. Tomó secretamente el cuerpo despedazado de aquel santo mártir el fervoroso cristiano san Ireneo y habiéndolo sepultado junto a los muros de la ciudad, llegó la noticia de esta obra piadosa a los oídos del cruel Prefecto, por lo cual lo mandó prender, y cargándole de cadenas lo hizo venir siguiendo su carroza hasta la ciudad de Clusi donde lo puso en la cárcel con otros muchos cristianos presos. Una doncella y señora rica llamada Mustiola, que era prima hermana del príncipe C1audio, visitaba con frecuencia a aquellos fidelísimos soldados de Jesucristo, y con su hacienda y favor socorría sus necesidades y les regalaba cuanto podía. Dieron cuenta a Turcio de la gran caridad que la ilustre y santa virgen usaba con los cristianos presos; por lo cual este bárbaro juez la mandó prender, sin reparar en su gran nobleza. Entonces con el fin de poner espanto y terror a los cristianos de la ciudad, hizo degollar en un solo día a todos los que tenía cargados de prisiones en la cárcel, dejando solamente con vida a san Ireneo, en el cual quiso ejecutar todos los artificios de su crueldad para amedrentar y rendir, si fuera posible, el ánimo valeroso de aquélla santa doncella. Mandó pues que a su vista colgasen en el potroa Ireneo, y que en aquélla máquina le descoyuntasen los miembros, le despedazasen con uñas aceradas, y pusiesen fuego debajo, hasta que sin quitarle del tormento perdiese la vida, Hiciéronlo así los inhumanos verdugos, cebándose en la sangre de aquel fortísimo mártir de Cristo con extraña crueldad, por echar de ver que ni conseguían quebrantar su constancia y espíritu admirable, ni hacer mella en el pecho de la gloriosa virgen que estaba presenciando aquel horrible martirio. Luego que el mártír acabó su vida mortal, mandó el impío juez que azotasen rigurosamente a la santa virgen con cordeles emplomados, hasta que ella se rindiese, o acabase la vida; lo cual ejecutaron los mismos sayones que habían martirizado a san Ireneo, y en este suplicio murió aquélla castísima esposa del Señor, siguiendo en la gloria del cielo al que había sido ejemplo de su fortaleza en el martirio. Los dos sagrados cuerpos enterró cerca de los muros de la misma ciudad de Clusi, Marcos, varón cristiano y religioso, donde hoy tienen un suntuoso templo; y hacen continuos milagros. con que es Dios en ellos glorioso, como siempre en sus santos.
REFLEXIÓN
Observa en estos martirios como la piedad cristiana que usó san Ireneo sepultando el santo cuerpo del glorioso mártir san Félix, le ganó al instante la insigne corona del martirio; y la caridad que la gloriosa virgen santa Mustiola tuvo con los mártires encarcelados, fue asimismo premiada con la misma corona. ¡Oh, qué grande es la recompensa de las obras de caridad! Si las haces en favor de los santos, participas del mérito de su santidad; si las haces en alivio de los enfermos, participas del mérito de su paciencia; y siempre que haces bien a tu prójimo necesitado, mereces la recompensa que tuvieras, si lo hicieras a la persona de Cristo.
ORACIÓN
¡Oh Dios! que alegras nuestras almas en la anual solemnidad de tus santos mártires Ireneo y Mustiola, concédenos propicio, que nos enciendan en tu amor los ejemplos de estos santos, por cuyos merecimientos nos gozamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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3 de julio SAN ANATOLIO DE LAODICEA Obispo
“Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero se hacen blandos y fangosos; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro”. (San Juan Crisóstomo).
San Anatolio, originario de Alejandría, fue un insigne físico, geómetra, gramático, y filósofo. De las innumerables obras que compuso sólo nos ha llegado su Tratado de la Pascua, y fragmentos de diez tratados de aritmética. El martirologio romano afirma que "no sólo los cristianos sino también los filósofos admiran los escritos de San Anatolio". San Jerónimo alaba sus conocimientos de todas las ciencias, pero sobre todo su caridad. Murió el año 283, siendo obispo de Laodicea, en Siria.
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3 de julio SAN ANATOLIO DE CONSTANTINOPLA,* Obispo (458 d. C.)
San Flaviano murió a causa de los malos tratos que había recibido en la asamblea conciliar de Efeso. Anatolio, que fue elegido para sucederle en la sede de Constantinopla, fue consagrado por el monofisita Dióscoro de Alejandría. San Anatolio, que era originario de Alejandría, se había distinguido en el Concilio de Efeso como adversario del nestorianismo. Poco después de su consagración episcopal, San Anatolio reunió en Constantinopla un sínodo, en el que ratificó solemnemente la carta dogmática ("el Tomo") que el Papa San León había enviado a San Flaviano, mandó a cada uno de sus metropolitanos una copia de dicha carta así como una condenación de Nestorio y Eutiques para que las firmasen. Inmediatamente después, lo comunicó así al Papa, protestó de su ortodoxia y le pidió que le confirmase como legítimo sucesor de Flaviano. San León aceptó, pero no sin hacer notar expresamente que lo hacía "más bien por misericordia que por justicia", dado que Anatolio había admitido la consagración episcopal de manos del hereje Dióscoro. Al año siguiente, en el gran Concilio de Calcedonia, que definió la doctrina católica contra el monofisismo y el nestorianismo y reconoció, en términos precisos, la autoridad de la Santa Sede, San Anatolio desempeñó un papel de primera importancia; ocupó el primer sitio después de los legados pontificios y secundó sus esfuerzos en favor de la fe católica. Es lástima que en la décima quinta sesión, a la que no asistieron los legados pontificios, el santo se haya unido con los prelados orientales para declarar que la sede de Constantinopla sólo cedía en importancia a la de Roma, haciendo caso omiso de los derechos históricos de las sedes de Alejandría y Antioquía, las cuales, según la tradición habían sido fundadas por los Apóstoles. San León se negó a aceptar ese canon y escribió a Anatolio que "un católico, y sobre todo un sacerdote del Señor, no debería dejarse llevar por la ambición ni caer en el error."
Es muy de lamentar que no poseamos ningún dato sobre la vida privada de Anatolio, ya que su carrera pública presenta ambigüedades que concuerdan mal con su fama de santidad. Baronio reprochaba a Anatolio la forma en que había sido consagrado y le acusaba de ambición, de convivencia con los herejes y de algunos otros errores. Pero los bolandistas le absuelven de tales cargos. Los católicos del rito bizantino han celebrado siempre su fiesta el 3 de julio. El santo murió en esa fecha, el año 458.
Los bolandistas publicaron una biografía griega muy encomiástica, tomada de un manuscrito de París. Dicho documento es de poco peso; pero en la historia general de la Iglesia se encuentran abundantes materiales sobre San Anatolio. Véase a Hergenrbther en Photius, vol. I, pp, 66 ss; DGH., vol. II, cc. 1497-1500; y las obras de historia referentes a ese período
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3 de julio SAN HELIODORO,* Obispo de Altino (400 d. C.)
Heliodoro, ue era soldado, conoció a San Jerónimo en Aquiles hacia el año 372 y se hizo discípulo suyo. Se trasladó con San Jerónimo y otros compañeros al Oriente; pero no pudo retirarse con ellos al desierto, pues pensó que el deber le obligaba a volver a su patria. San Jerónimo le reprendió severamente por ello, en una célebre carta que los primeros ascetas cristianos consideraban como una declaración de sus principios.
Poco después de su retorno a Aquiles, Heliodoro fue nombrado obispo de Altino, donde había nacido. La elección fue muy acertada, como lo prueba el hecho de que San Jerónimo, a raíz de la ordenación sacerdotal de Nepociano, escribió a éste una carta en la que le exhortaba a tomar por modelo de su sacerdocio a su tío Helieodoro. Como se ve, San Jerónimo no perdió nunca el aprecio al discípulo que le había abandonado. Por su parte, San Heliodoro, junto con San Cromacio de Aquilea, ayudó económicame te a San Jerónimo, y le alentó en la empresa de traducir la Biblia allatín. San Jerónimo habla de la ayuda que le prestó San Heliodoro, en el prefacio a los libros de Salomón.
Ver Acta Sanctorum, julio, Vol. I; pero la corta biografía latina que hay en dicha obra es de poco valor. La principal fuente son las cartas de San Jerónimo.Cf. DCB., vol. II, pp. 887-888.
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