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- La Preciosísima Sangre de N. S. J. C.
- San Galo de Clermont, Obispo y Confesor
- San Simeón Salus
- San Simeón, Labrador y ermitaño
- San Teodorico, Abad
- San Servando o Servano, Monje
- San Servando o Servano, Obispo
- San Cibardo o Eparquio, Monje
- San Nicasio Camuto de Burgio, Mártir
- San Rumoldo, Mártir
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1º de julio
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LA PRECIOSÍSMA SANGRE DE N. S. J. C.(*)
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¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: "in mundi praetium"!
Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.
Hay tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.
Los más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre, observamos que el sacrificio -al menos en su forma más eficaz y solemne- importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la divinidad.
La sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre sangre derramada.
Así lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas solemnizó la dedicación del templo de Salomón.
Y no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la narración de sus viajes.
Adulterado el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos. Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para exprimirlo en los labios del ídolo,
El hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto culminante en el "himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).
El pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, "príncipe de este mundo" (lo. 12, 31), al que reduce a esclavitud.
En la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de reconciliarse con Dios.
¡Y surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.
Por otra parte, si en la sangre está la vida -vida que manchó el pecado-, extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a "hacer sangre", eligiendo para este oficio a "hombres de sangre", como han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).
La sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada, dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).
Pero como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.
Los sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.
Quedaban los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.
Los sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.
Por lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).
Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
"¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo -dice Santo Tomás- y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
"No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante -por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana- a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".
Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos -amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana-, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).
Roguemos al Dios omnipotente y eterno que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).
¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!
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1º de julio SAN GALO,* Obispo y Confesor
Ofrezcamos siempre a Dios un sacrificio de alabanza. (Hebreos, 13, 15).
San Galo huyó de la casa paterna porque sus padres querían hacerlo casar con la hija de un senador y entró en un monasterio de Cournon. Designado para suceder San Quinciano en la sede de Clermont, dio a su pueblo el ejemplo de una piedad angélica y de una dulzura inalterable. Un hombre brutal lo hirió en la cabeza y el santo sufrió esta afrenta sin dar la menor señal de emoción, y con este acto de paciencia desarmó la có1era de su agresor. Murió hacia el año 552.
MEDITACIÓN SOBRE TRES CLASES DE SACRIFICIOS
I. El sacrificio es un acto sumamente agradable a Dios, porque es un homenaje tributado a su absoluto dominio sobre todas las creaturas. Ofrece a Dios en sacrificio tu cuerpo; inmólale todos los placeres de tus sentidos. Abstente no só1o de los placeres ilícitos, sino también de los que te están permitidos. Acostúmbrate a mortificarte en las ocasiones pequeñas, y no te costará hacerlo en las grandes. Dios mío, os sacrifico todos mis placeres y deposito mi ofrenda al pie de vuestra cruz.
II. Sacrifica a Dios tu corazón, porque a Dios agrada el sacrificio de un corazón contrito y humillado. Que tu corazón no tenga amor sino por Dios, que no desee sino su gloria, que no anhele sino su cruz, que no suspire sino por el cielo. Alma mía, no ignoras que todas las creaturas son incapaces de contentar tus deseos: no serás feliz sino cuando seas toda de Dios. Dios mío, Vos no despreciáis el sacrificio de un corazón contrito y humillado. (Salmista).
III. A fin de que tu sacrificio sea completo, ofrece a Dios tu propia voluntad: ella es la fuente de todos tus males. Reprímela, pues, quebrántala en toda coyuntura: la victoria más gloriosa que puedes obtener es la de vencerte a ti mismo. Que la voluntad del Señor y la de los que te mandan en su nombre sea la regla única y soberana de tu conducta. Dios mío, aceptad mi sacrificio; quiero que mi voluntad esté en un todo conforme con la vuestra. Que la propia voluntad desaparezca, y ya no habrá infierno. (San Bernardo).
La abnegación de sí mismo Orad por los sacerdotes.
ORACIÓN
Dios omnipotente, haced que la augusta solemnidad del bienaventurado Galo, vuestro confesor pontífice, acreciente en nosotros la piedad y el deseo de la salvación. Por J. C. N. S. Amén.
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1º de julio
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SAN SIMEÓN SALUS (522-590 aprox.)
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La historia de Simeón Salus (que en Sirio significa "el loco") se ha traducido al castellano, está prácticamente olvidada por los siglos transcurridos y por los cientos de personajes canonizados por al iglesia católica. Encontrar sus rastros no es fácil, pues ni siquiera los más ancianos sacerdotes o religiosos tienen algún antecedente de este curioso santo nombrado como el Santo protector de los titiriteros. Difícil descubrir si realmente manipuló algún muñeco, pero si es fácil determinar que él fue realmente un titiritero de si mismo. Se ha observado en algunas ocasiones que una dosis de locura es una característica de la santidad. La Santidad va mucho más allá que la simple virtud, don razonable para el pensamiento humano, pues no asombra ni desconcierta como la santidad. Un santo va mucho más lejos que un hombre virtuoso, penetrando en regiones misteriosas del raciocinio de la mayoría de las personas, pues ellas ven sus acciones exteriores, sin percatarse de las fuerzas interiores, aquellas impulsadas por el alma y que no son percibidas por la mirada de los demás; no comprenden el sentido profundo que ellas tienen, considerándolo un loco y burlándose de él. Es que todo aquello que rebasa lo común provoca la burla y la risa de los pragmáticos incapaces de sobrepasar los límites impuestos por la razón y la lógica. Estas leyes generales se pueden aplicar de manera directa y particular a la vida de Simeón Salus, cuya vida parece ser el modelo más apropiado para confirmar esta condición. Lo que se conoce de este hombre en la actualidad no es mucho. Se cuenta en antiguos libros que tratan la vida de los santos que el camino a la santidad, o el llamado a esta vida diferente se inicia en la época de Domiciano, siendo un muchacho. Un buen día que regresaba junto a su inseparable amigo Juan de una peregrinación a Jerusalén luego de visitar los santos lugares, retornaban a su tierra natal por el valle de Jericó. Al pasar por la orilla del Río Jordán, se encontraron con un conjunto de monasterios que proliferaban al borde de este río consagrado por Jesucristo. Juan interrogó a Simeón: -¿Sabes quien vive allí?- apuntando las edificaciones de los monasterios. Y sin esperar respuesta espetó: -¡Son ángeles revestidos de apariencia humana! -¿Se les puede ver? Preguntó Simeón. -Si,- respondió el amigo- Siempre y cuando se les quiera imitar. Y señalando la bifurcación del camino que llevaba hacia los conventos o al regreso de sus hogares le dijo: -He aquí el camino de la vida; nosotros vamos por el camino de la muerte. - Inmediatamente Simeón cambió de dirección dirigiéndose a los claustros, simbolizando con este cambio repentino de sendero, un cambio de toda su existencia. - Ambos jóvenes llegaron a la puerta del primer monasterio y llamaron a la puerta. Era el Monasterio del Abate Jerásimo, donde moraba el célebre Nicón el anciano, hombre de gran autoridad, pues se comentaba que tenía la facultad de hablar con Dios. Su experiencia en las cosas divinas le daban al anciano una gran autoridad por sobre todos los religiosos que no eran pocos- de la región. - Juan y Simeón solicitaron vestir el hábito de novicios para poder permanecer en el claustro, petición que fue rechazada a pesar de las súplicas y ruegos de los jóvenes para ser aceptados. Es que Nicón había sido advertido de la llegada de ambos muchachos por una revelación espiritual, sin embargo quiso poner a prueba la vocación que los impulsaba. Fueron tantos los requerimientos que sobre ellos apareció una aureola para que el anciano les otorgase por fin, la vestidura solicitada. Al cabo de dos días la aureola desapareció y Simeón dijo a Juan: -¡Creo que Dios no nos quería aquí mas que por un momento! - Se enfrentaron nuevamente con Nicón y le solicitaron autorización para vivir solos y sin contacto alguno con el resto de los humanos. El anciano conociendo interiormente la pureza de sus deseos, les dio la bendición y ambos novicios tomaron el camino que les llevaba al Mar Muerto. Después de mucho caminar, llegaron a la solitaria celda de un ermitaño monje que hacia poco tiempo había fallecido. Era el lugar perfecto para alejarse absolutamente de la vida pagana de los habitantes del mundo. - En ese estrecho lugar se instalaron a orar y meditar. - Y allí pasaron veintinueve años. - Transcurridos casi tres decenios, Simeón tuvo una manifestación divina y le contó a Juan: -Dios me ha advertido nuevamente. Quiere que, de aquí en adelante, hable a los hombres. - Juan se espantó pensando en que su amigo había tenido una ilusión solamente e intentó hacerle cambiar de opinión para continuar en su compañía el retiro prolongado por tantos años ya. Simeón defendió con tanta vehemencia, sabiduría y claridad su proyecto, que el inseparable amigo comprendió que la inminente separación estaba realmente inspirada en la voluntad de Dios. - Partió Simeón, no sin antes prometerle a su compañero que regresaría para verle, aunque sea solo momentos antes de morir. - Y esta vez Simeón, por primera vez tuvo que caminar solo, sin su entrañable compañero. Primero dirigió los pasos a Jerusalén, donde estuvo orando con vehemencia y fervor durante tres días, pidiéndole al Señor de los Cielos que ocultara a los ojos de los hombres los favores que pudiera hacerles, que al menos no se percataran de todos las bondades, mercedes y favores que por su intercesión, Dios pudiese ejecutar. Y en su desvarío rogó en su oración que, si fuera necesario, estaba dispuesto a pasar por loco para que los demás no reconocieran su sacrificio. - Tan extraña petición en la ferviente oración de Simeón fue escuchada por el Supremo Hacedor, pues desde ese día la vida de Simeón trastornó las costumbres de todos los hombres e incluso influyó en la vida de los Santos posteriores a él. - Con el mismo tesón que había puesto para apartarse de todos los seres humanos, ahora usó ese tesón para convivir con ellos, acompañarlos y entenderlos. Pero no para estar con los hombres de alcurnia que bullían al alero de la iglesia, sino que con los marginales, los pecadores, los perversos y miserables que proliferaban en medio del Siglo VI. - Parecía que no sabía elegir a los hombres apropiados, los momentos oportunos, ni menos los lugares pertinentes, para que un religioso se presentara, pero allí es donde intuía que era necesaria su presencia. Se caracterizaba por predicar en los lugares mas inapropiados sin esquivar aventuras ni situaciones comprometedoras. Jamás tomaba las precauciones que cualquier hombre de fe y comprometido con la palabra de Dios debía tomar, confiado en el vaticinio que le realizara Nicón en una aparición, cuando el anciano ya estaba muerto, prometiéndole que los peligros de la carne no existirían para él. Esta convicción le llevaba a alternan alegremente con ladrones, prostitutas, hombres y mujeres de escabrosa vida sin importarle las consecuencias, pero que con francas y sencillas conversaciones, momentos de silencios o con acciones concretas de caridad, Simeón lograba conversiones que ni las mas sublimes prédicas jamás lograrían. En esos terribles momentos de común unión con los marginados es que su sabiduría y santidad se disfrazaban como la acción de un entrometido y un desquiciado que afortunadamente los hombres decentes y honorables no entendían, pero que proporcionaban una gran ayuda, a los mas menesterosos. Su presencia llevaban tranquilidad, consuelo y esperanza a los olvidados de la última fila. Simeón era un perturbado con extrañas costumbres, pero que producía un efecto maravilloso que estaba oculto a la mirada de sus semejantes. Cuando parecía que su santidad quedaría al descubierto, siempre alguna cosa inesperada mantendría ocultas sus bondades detrás de la apariencia de necedades. Tenía premoniciones que se preocupaba de ocultar como los actos de un perturbado. En cierta ocasión, anticipándose a un fuerte temblor de tierra que destruyó a la ciudad de Antioquia, entró en un edificio público con un látigo en la mano azotando con él determinadas columnas, ordenándoles: -¡Tú no te muevas. Tu señor te ordena que permanezcas firme!- Excepto a una columna que le dijo: -¡Tú no te caerás ni permanecerás en pie!. Todas las columnas resistieron el terremoto salvando muchas vidas, salvo la última que quedó inclinada y semi-hundida. En otra ocasión entró en una escuela donde nadie lo conocía y saludó con mucho cariño y respeto a algunos de los niños. Volviéndose al maestro le advirtió: -Cuidado con maltratarles, les quiero mucho y pronto emprenderán un largo viaje. El maestro tomó la visita como la de un enajenado mental, pero al poco tiempo una peste atacó a la ciudad y todos los niños que Simeón había saludado, murieron por la enfermedad. Se cuenta también que en una oportunidad, el diácono de la iglesia de Emera, a pesar de ser muy duro de corazón, le dio albergue tal vez conmovido por su aspecto de loco. En esos días fue acusado de asesinato y todas las pruebas inculpaban al benefactor de Simeón, siendo condenado a la horca. En el mismo momento de la ejecución, ya en el patíbulo y con la soga anudada al cuello, llegaron dos jinetes a galope tendido, gritándole al verdugo que detenga la ejecución pues el verdadero asesino había sido descubierto. Una vez en libertad, el diácono se encuentra con Simeón y ve sobre la cabeza del santo dos globos de fuego; Simeón le dice: -Da gracias a Dios por tu fortuna, pero acuérdate de los dos pobres que te pidieron ayuda y tú te negaste a socorrerlos pudiendo hacerlo. Esa verdadera culpa ha sido la causa de que te acusaran de un crimen que no cometiste. Y el hombre recordó que unos días antes de recibir a Simeón, le había negado el asilo a dos miserables que golpearon a su puerta. Todas estas virtudes sobrenaturales permanecieron ocultas durante su vida, como cuando un hombre rico y poderoso fue desenmascarado por Simeón, enrostrándole acciones indebidas cometidas secretamente por el individuo, incluso recordándole hasta sus malas intenciones que solo quedaban en su pensamiento y que absolutamente nadie más podía conocer. El hombre después del estupor y la ira producto de la impertinencia, se estremeció al reconocer estar frente a un profeta iluminado por Dios. Y queriendo contar a los cuatro vientos los prodigios de Simeón, su lengua quedó inmóvil y no volvió a recuperar el habla. En estas condiciones fue respetado el deseo del Santo de no ser reconocidas sus virtudes en vida. Acercándose el día de su muerte, fue prevenido interiormente y regresó a la soledad para cumplir la promesas hecha a su amigo Juan; la de visitarlo antes de morir. Cuando volvieron a juntarse ambos amigos, se abrazaron emocionados y compartieron sus experiencias místicas de los años que vivieron alejados. Al anochecer, Simeón se levantó y se dirigió a su antigua celda, habitación que ocupó por 29 años y le rogó a Juan que no entrara en ella hasta el segundo día, encerrándose en la cuarto. Simeón quiso ocultar en este acto, su muerte a los ojos de los humanos, incluso a los ojos de su amigo Juan. No quería exponer ni siquiera su muerte a la curiosidad de los demás al igual que como ocultó celosamente las intenciones de su vida virtuosa. Y como queriendo engañar a los demás, aún después de muerto, cuando Juan entró a la celda pasado los dos días acordados, el lugar estaba deshabitado. Es que Simeón, quizás en su último arranque de locura, o quizás por que extraño motivo, se había escondido debajo de los sarmientos y hojas que le servían de colchón para morir en paz. Su muerte habría pasado desapercibida sino es por los sucesos que se afirma, acaecieron en sus funerales. Juan, junto a unos pocos religiosos llevaron su cuerpo al cementerio e los peregrinos en el pueblo de Emera, cercano al lugar de su muerte, donde sería sepultado sin honores ni grandes despedidas, cuando de pronto resonaron en los aires voces celestiales. Eran los ángeles que cantaban su despedida ya que los hombres no le cantaban al Santo que había partido. Asombrados de tal prodigio, los habitantes de las vecindades salieron del ensueño. Se acordaron de las profecías de Simeón y recordaron las virtudes del que había vivido entre ellos como un loco, sin que ellos vieran su santidad. De acuerdo a las costumbres de los hombres, quienes lo ignoraron y se burlaron de él en vida, lo lloraron muerto reconociendo sus virtudes. Tal como en la oración lo había solicitado, Simeón no fue reconocido por sus contemporáneos, representando siempre al personaje que él adoptó: un loco que siempre estuvo ocultando al santo que estaba detrás de él. Sólo cuando cayó el telón, quienes vieron la magnífica actuación, reconocieron la maravillosa obra de un Santo que se adelantó a los siglos: San Simeón Salus, patrono de los titiriteros.
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1º de julio SAN SIMEÓN Labrador y Ermitaño
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Labrador y ermitaño, en uno de los refugios del norte del Ebro (España), durante los difíciles tiempos de la Reconquista de España a los musulmanes. Nació en Cabredo (Navarra), vive piadosamente al amparo de un monasterio benedictino junto a la sierra de Codés y muere en Azuelo, donde se conservan sus restos. Y donde es tan invocado como protector de aquellos campos, especialmente hoy, día de su fiesta.
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1º de julio
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SAN TEODORICO Abad (533.)
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A |
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“Dios nunca manda lo imposible, pero nos ordena hacer lo que podemos, y pedir lo que no está en nuestra mano hacer”. (San Agustín.)
San Teodorico nació en el distrito de Reims. El mismo día de su boda se dio cuenta de que tenía vocación religiosa. Fue ordenado sacerdote en la época de San Remigio, Obispo de Reims, quien le encargó fundar una comunidad religiosa en "Mont d'Or", cerca de Reims, de la cual fue el primer abad. Llegó a ser famoso por las conversiones que obró exhortando a hacer penitencia a los pecadores. Uno de los días más felices de su vida fue cuando vio llegar a su propio padre, al que había convertido, pidiendo entrar en el noviciado, perseverando en sus buenos propósitos, murió en el monasterio fundado por su hijo. El milagro de Teodorico más comentado fue el de curar milagrosamente, con sólo tocarlo, al rey Teodorico I de una enfermedad de los ojos. San Teodorico murió el 1 de julio del año 533.
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1º de julio SAN SERVANDO Monje (Siglo VI o VII)
dejemos que nuestros ojos derramen ríos ríos de lágrimas en esta vida, para que no vayamos al sitio en que las lágrimas alimentan el fuego de la tortura (Macario)
Evangelizó la costa oriental de Escocia y allí fundó un monasterio sobre el emplazamiento de la actual villa de Culrose, condado de Fife. Siempre vivieron los monjes en la más absoluta pobreza, tanto que hubo años en los que ni siquiera podían celebrar dignamente la Navidad.
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1º de julio SAN SERVANDO o SERVANO* Obispo (¿Siglo VI?)
La biografía de este santo constituye una mezcla confusa de leyendas, de suerte que ni siquiera es posible determinar con exactitud en qué siglo vivió. El antiguo breviario de Aberdeen, dice que era irlandés y había sido consagrado obispo por Paladio. Según la biografía de San Kentingerno, escrita por Joscelyn, dicho santo se educó bajo la dirección de Servano en el monasterio que este fundó en Culros. Antiguamente se veneraba a San Servano como patrono y apóstol de las islas Orkney; pero apenas si existen pruebas de que haya evangelizado aquellas islas. El monasterio de Culross fue el centro de su actividad y Fifeshire fue el centro de su culto, en la Escocia medieval. Algunas de las leyendas que circularon sobre San Servano son particularmente extravagantes. Según una de esas leyendas, su madre era hija del rey de los pictos (o de Arabia) y su padre era rey de Canaán; Servano renunció a sus derecho al trono, estudió en Alejandría, fue nombrado patriarca de Jerusalén y más tarde, Papa, pero renunció al pontificado para ir a predicar en Escocia. Una de las lecciones del Breviario de Aberdeen cuenta que un hombre muy pobre mató a su único cerdo para dar de comer al santo y a sus monjes, por lo que San Servano resucitó al cerdo para recompensar la generosa hospitalidad de su huésped. No menos absurdos son otros de los milagros que se atribuyen al santo; probablemente se trata de meras adaptaciones de cuentos populares. Según parece, San Servano murió y fue sepultado en Culross. Gracias a una antigua inscripción, se conserva memoria del sitio en que el santo venció al demonio, en una cueva de Dysart.
Véanse las lecciones del Breviario de Aberdeen. Skene publicó en Chronicles of the Picts, pp. 412-420, una biografía medieval de San Servano, totalmente imaginaria. Cf. KSS., pp. 445-447.
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1º de julio
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SAN EPARQUIO O
CIBARDO*
Monje (581 P.C.)
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Cibardo abandonó el mundo contra la voluntad de sus padres y se retiró a un monasterio, tal vez al de San Cibardo de Dordogne. Ahí sirvió a Dios a las órdenes del abad Martín. Como sus virtudes y milagros le hubiesen hecho famoso, el santo, para evitar la tentación de la vanagloria, dejó el monasterio y se retiró a las cercanías de Angulema. Pero sus virtudes eran demasiado esplendorosas para permanecer ocultas, y el obispo de la región obligó a San Cibardo a aceptar el sacerdocio. Aunque vivía en la soledad, el santo tuvo algunos discípulos. Como deseaba que orasen sin interrupción, les prohibió el trabajo manual. Cuando alguno de sus monjes se quejaba de que no tenía lo necesario para vivir, San Cibardo le recordaba las palabras de San Jerónimo: "la fe no tiene miedo al hambre". Y así era en realidad, porque los fieles, que tenían en gran aprecio a San cibardo por los milagros que obraba, le daban generosamente cuanto él y sus discípulos necesitaban.
San Gregorio de Tours afirma que el culto de San Cibardo estaba muy extendido en el siglo VI. San Gregorio lo llama Eparquio: con el tiempo dicho nombre se transformó en Separco y después en Cibardo. En realidad sabemos muy poco acerca de este santo fuera de lo que relata San Gregorio de Tours. Bruno Krusch, que reeditó la biografía latina publicada en Acta Sanctorum, afirma que se trata de una falsificación y que data del siglo IX; pero véase L. Duchesne en Bulletin critique, segunda serie, vol. III (1897), pp. 471-473. Véase también J. de la Martinière, St Cybard (1908), quien refuta la opinión de H. Esmein, según el cual algunos de los datos que poseemos sobre el santo datan del siglo VI.
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1º de julio SAN NICASIO CAMUTO DE BURGIO Mártir (1187 p. C.)
San Nicasio nació entre 1130 y 1140 y murió mártir en 1187, era siciliano de origen, probablemente palermitano, descendiente de sarracenos por parte de padre y de normandos por parte de madre. El sarraceno Hammud (también conocido como Kamut, Kamet o Achmet), Emilio de Girgenti (Agrigento) y de Castrogiovanni (Enna), cuando fue conquistada Girgenti por el Conde Ruggero en 1086, se retiró en Castrogiovanni, resistiendo por mucho tiempo. En 1088 se convirtió al cristianismo junto con toda su familia; fue bautizado en Sciacca por el obispo de Girgenti, Gerlando, siendo su padrino el mismo Conde Ruggero del que tomó su nombre cristiano, convirtiéndose en Ruggero Camuto. El 4 julio de 1088, el conde Ruggero le donó el castillo del Burgio en el Valle de Mazara. De esa investidura, sus descendientes tomaron el nombre de “BURGIO”. El hijo de Ruggero Camuto, Roberto de Burgio, se casó con Aldegonda, noble normana consanguínea de los Hauteville; de Roberto y Aldegonda nacieron: Ruggero, Ferrandito y NICASIO los dos últimos abrazaron la vida religiosa come miembros de la Orden Hospitalaria de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, conocida hoy como Orden de Malta. los dos hermanos, Ferrandito y Nicasio como frailes, pronunciaron los tres votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y el cuarto voto de "permanecer en armas" para dedicarse a confortar a los afligidos, a la asistencia de los peregrinos y enfermos, a la defensa de los territorios cristianos de Tierra Santa, adhiriéndose plenamente al espíritu de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén que tenía como principio inspirador la defensa de la fe, la asistencia a los peregrinos y enfermos, comprometida con la caridad, justicia, paz, sobre las bases de la enseñanza evangélica, en estrecha comunión con la Santa Sede, a través de una caridad activa y dinámica, sostenida por la oración. Se comprometían a responder al llamado del Gran Maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, Ruggero Des Moulins, cuando solicitara ayuda para la liberación de Tierra Santa. Es así, que en 1185, se embarcaron siguiendo a Ruggero Des Moulins que regresaba a Jerusalén escoltado por dos galeras del Rey Guillermo II, partiendo para Tierra Santa, en donde según el espíritu de la Orden, prestaron servicio a enfermos y peregrinos en el Hospital de San Juan de Jerusalén. El 30 de junio de 1187, el Sultán Saladino, cuyo reino se extendía desde el desierto de Libia al valle del Tigris, invadió el Reino de Jerusalén; los cristianos, después de haber defendido el castillo de Tiberiades, dezmados al extremo, se refugiaron en la colina Corni de Hattin, en donde el 4 de Julio fueron derrotados definitivamente. En esta batlla, que concluyó rendición de Tiberiades y de Tolemaide, murió Ruggero Des Moulins y gran parte de los miembros de la Orden de los Hospitalarios. San Nicasio, que era capitán del ejército de Ruggero Des Moulins fue tomado prisionero durante la batalla de Hattin y, como se negó a abjurar de la fe, fue decapitado en presencia del Sultán Saladino. Cuando el Arzobispo de Tiro, Josias, llegó a Palermo en 1187, dio la notica de la ejecución de los hermanos Ferrandito y Nicasio al Rey Guillermo II, quien vistió luto y declaró duelo durante cuatro días. Nicasio fue venerado como Mártir desde los primeros años después de su muerte, pues había muerto como cristiano en defensa de Cristo y de la fe. San Nicasio fue, por lo tanto, un Cruzado que dio testimonio de su fe con el martirio, dando así ejemplo de cómo vivir en el espíritu de la santidad evangélica, dando su vida por Cristo.
Parece que el culto del mártir Nicasio comenzó en Caccamo, en donde en 1305 se le dedicó un altar en la iglesia de San Pedro, en Trapani. El Sacerdote Vicente Venuti en su “discurso histórico-crítico” editado en 1762, escribe sobre San Nicasio Mártir: “…creo que la introducción del culto de nuestro santo se debió o bien al dominio de la familia del Burgio en Caccamo, o bien a la devoción que la familia Cabrera profesó a San Nicasio o por ambos motivos…”.
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1º de julio SAN RUMOLDO Mártir (775 p. C.)
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Tengo por muy cierto que el demonio no engañará —ni lo permitirá Dios— a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de si que por un punto de ella morirá mil muertes. Y con este amor a la fe que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar—aunque viese abierto los cielos—un punto de lo que tiene la Iglesia
(Santa Teresa, Vida, 25, 12).
San Rumoldo era hijo del rey de Escocia. Fue consagrado obispo regionario y predicó el Evangelio en Holanda y Alemania, acompañando a San Wilibrordo. Murió martirizado por los belgas idólatras, cerca de Malinas, en el año 775.
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1º de julio SANTOS CASTO Y SECUNDINOO Obispos y Mártires (siglo III p. C.)
Santos Casto y Secundino, obispos y mártires, en Sinesse de Campania (Italia).
Entre Gaza y Pozzuoli, límites del Lazio, existía una colonia romana con el nombre de Sinuesa.Hoy quedan de aquellos restos de civilización la ciudad de Mondragone en la provincia de Caserta.
Casto y Secundino son dos mártires de aquella antigua Sinuesa y hoy lo son de la moderna Mondragone. Son santos muy amados y venerados. Su culto se extendió incluso a regiones y ciudades muy lejanas.
No hay nada seguro acerca de estos personajes. Eso sí, existen las Actas de su martirio. Posiblemente no eran originarios de Sinuesa, sino que su devoción hubiera llegado de ultramar, de África, en concreto.
Lo cierto es que son dos grandes mártires locales y a los que hay mucho devoción.
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1º de julio SANTA ESTER Reina (Siglo V a. C.)
La heroina judía, que dio nombre a uno de los libros de las Sagradas Escrituras, a la muerte de sus progenitores fue adoptada por su primo Mardoqueo (Esth. 2, 7); ambos pertenecían eran de la tribu de Benjamín. La familia había sido deportada en el año 597 y Mardoqueo había nacido en el exilio. De hecho, su nombre deriva del dios Markuk.
Mardoqueo cuidó de Ester como si fuera la pupila de sus ojos. El rey Jerjes (o Asuero: 485-465) se divorció de su mujer Vasti, y eligió a Ester como a su mujer favorita. Por consejo de Mardoqueo, Ester mantuvo en secreto que era judía. El ministro Amán, el principal en el reino, tuvo un plan maquiavélico. Consistía en acabar con todos los judíos, destrucción que venía determinada, no porque fueran malos, sino por el odio y antipatía que sentía hacia Mardoqueo.
Este le dijo a Ester que intercediera ante el rey para que la matanza no se llevara a cabo.
Ester sabía que no se podía ir a ver al rey sin antes haber sido convocada por el monarca, presentarse ante él sin haber sido llamado estaba penado con la muerte.
No obstante se presentó ante él – después de haber orado a Dios – y lo invitó a la comida.
Jerjes aceptó gustoso la invitación y escuchó la petición que le hacía.
Enterado el primer ministro del asunto, se lo comunicó al rey. Pero no pudo hacer nada ante los ruegos de Ester. El pueblo judío se salvó.
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1º de julio SAN AARÓN Sacerdote hebreo (1471 a. C.)
SACRIFICIO DE AARON, CATEDRAL
SAN ISAAC, SAN PETESBURGO
La tradición considera a San Aarón, el primero de los sacerdotes de la ley mosaica. Era el hermano mayor de Moisés. Aarón era tartamudo, de modo que Moisés, que se explicaba con más facilidad que él, fue el encargado de dirigir la palabra al Faraón para pedirle que dejase salir al pueblo de Dios de la tierra de Egipto.
Hizo las veces de caudillo de su pueblo cuando Moisés subió al monte a orar y a recibir las tablas de la Ley; pero tuvo la fragilidad de dejar al pueblo apostatar y adorar un becerro de oro (Ex 32). Sostuvo los brazos de su hermano, cuando Moisés oraba para que el pueblo no pereciese bajo la espada de los amalecitas.
Murió en el monte Hor, a la vista de la tierra de promisión (Núm. 20, 1-13); sin poder entrar en ella en castigo de su desconfianza en Cades, cuando Moisés hirió la roca con su vara para hacer brotar agua en abundancia. Su hijo Eleázaro le sucedió en el sacerdocio.
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1º de julio BEATO TOMÁS MAXFIELD,* Mártir
(1616 P. C.)
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Tomás Maxfield (o Macclesfield) nació alrededor de 1590 en The Mere del condado de Stafford. Su padre, llamado Guillermo, había confesado valientemente la fe católica y, cuando nació Tomás, estaba sentenciado a muerte por haber dado asilo a varios sacerdotes. Tomás partió a la misión de Inglaterra en 1615, después de haber recibido la ordenación sacerdotal.
Tres meses después, fue arrestado en Londres y encarcelado en la prisión de Westminster. Al cabo de ocho meses de prisión, Tomás, con la ayuda de un jesuita que estaba también preso, trató de escapar descolgándose por la ventana del calabozo. Desgraciadamente, un transeúnte dio la voz de alarma a los guardias, quienes le echaron mano y "le colocaron bajo una mesa con una cadena alrededor del cuello, atada a otra cadena que pesaba más de cien libras ... Y en esa incómoda posición le mantuvieron hasta la mañana siguiente". Después le trasladaron a un sombrío y pestilente calabozo subterráneo, con las piernas atadas a unos zancos de madera, de suerte que no podía ponerse en pie ni recostarse bien. Así estuvo desde la madrugada del viernes hasta el domingo por la noche. Algunos de sus compañeros de prisión consiguieron hacerle llegar un cobertor, y su confesor, que era un jesuita, le dirigió unas palabras de aliento a través de un agujero del techo. Según el testimonio de dicho jesuita, el mártir no había perdido el ánimo en lo absoluto.
Conducido ante el tribunal, el P. Maxfield se negó a prestar el juramento de fidelidad al rey en la forma en que los jueces se lo exigían, pero protestó de su lealtad, pues le consideraba como su verdadero y legítimo soberano. Al día siguiente, fue condenado a ser ahorcado, arrastrado y descuartizado por ser sacerdote. El duque de Gondomar, embajador de España, trató en vano de obtener que los jueces perdonasen al mártir o le mitigasen la pena.
Al día siguiente, 1º de julio, una multitud más numerosa que de ordinario, acudió a ver al Beato Tomás cuando le trasladaban de la prisión a Tyburn. Muchos siguieron a la comitiva hasta el cadalso; entre ellos, numerosos españoles. Las autoridades se enfurecieron al descubrir que alguien había adornado con guirnaldas de flores y había esparcido en el suelo hojas y yerbas aromáticas. El Beato Tomás habló a la multitud desde la carreta y declaró que había predicado la misma fe en que San Agustín de Canterbury instruyera a sus antepasados, "con el único fin de prestar servicio a las almas de los ingleses". El oficial que dirigía la ejecución, dio al verdugo la orden de cortar la cuerda de la horca rápidamente; pero la multitud exigió que se dejase morir al mártir en la horca para evitarle los horrores del descuartizamiento.
Las autoridades tomaron todas las precauciones posibles para impedir que se conservasen reliquias de Tomás Maxfield. A pesar de ello, el embajador español consiguió recuperar algunos restos del mártir y todavía se conserva parte de ellos en la población española de Gondomar y en la localidad inglesa de Downside.
El Dr. Kellison publicó una biografía del P. Maxfield el año mismo de su muerte, y al año siguiente, un testigo presencial de la ejecución la relató por escrito. Véanse las publicaciones de la Catholic Record Society, vol. III; MMP., pp. 344-353; DNB., vol. XXVIII; y Downside Review, vol. XXXIV.
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