MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2009
"Jesús, después de hacer un ayuno
durante cuarenta días
y cuarenta noches, al fin sintió
hambre"
¡Queridos hermanos y hermanas!
Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que
constituye un camino de preparación
espiritual más intenso, la Liturgia
nos vuelve a proponer tres prácticas
penitenciales a las que la tradición bíblica
cristiana confiere un gran valor
—la oración, el ayuno y la limosna—
para disponernos a celebrar mejor la
Pascua y, de este modo, hacer
experiencia del poder de Dios que,
como escucharemos en la Vigilia pascual,
“ahuyenta los pecados, lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes, expulsa el
odio, trae la concordia, doblega a
los poderosos”
En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal,
este año deseo detenerme a reflexionar
especialmente sobre el valor y el sentido
del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos
recuerda los cuarenta días de ayuno
que el Señor vivió en el desierto antes
de emprender su misión pública. Leemos
en el Evangelio: “Jesús fue llevado por
el Espíritu al desierto para ser tentado
por el diablo. Y después de hacer un
ayuno durante cuarenta días y cuarenta
noches, al fin sintió hambre”
Al igual que Moisés antes de recibir las
Tablas de la Ley o que
Elías antes de encontrar al Señor en
el monte Horeb Jesús
orando y ayunando se preparó a su
misión, cuyo inicio fue un duro
enfrentamiento con el tentador.
Podemos preguntarnos qué valor y qué
sentido tiene para nosotros, los cristianos,
privarnos de algo que en sí mismo
sería bueno y útil para nuestro sustento.
Las Sagradas Escrituras y toda la
tradición cristiana enseñan que el ayuno
es una gran ayuda para evitar el pecado
y todo lo que induce a él. Por esto, en
la historia de la salvación encontramos
en más de una ocasión la invitación a
ayunar. Ya en las primeras páginas de
la Sagrada Escritura el Señor impone
al hombre que se abstenga de consumir
el fruto prohibido: “De cualquier árbol
del jardín puedes comer, mas del árbol
de la ciencia del bien y del mal no comerás,
porque el día que comieres de él, morirás
sin remedio”
Comentando la orden divina, San
Basilio observa que “el ayuno ya existía
en el paraíso”, y “la primera orden en este
sentido fue dada a Adán”. Por lo tanto,
concluye: “El ‘no debes comer’ es,
pues, la ley del ayuno y de la abstinencia”
Puesto que el pecado y sus consecuencias
nos oprimen a todos, el ayuno se nos
ofrece como un medio para recuperar
la amistad con el Señor. Es lo que hizo
Esdras antes de su viaje de vuelta desde
el exilio a la Tierra Prometida, invitando
al pueblo reunido a ayunar “para humillarnos
—dijo— delante de nuestro Dios” (8,21).
El Todopoderoso escuchó su oración y
aseguró su favor y su protección.
Lo mismo hicieron los habitantes de
Nínive que, sensibles al llamamiento de
Jonás a que se arrepintieran, proclamaron,
como testimonio de su sinceridad, un
ayuno diciendo: “A ver si Dios se
arrepiente y se compadece, se aplaca
el ardor de su ira y no perecemos”
También en esa ocasión
Dios vio sus obras y les perdonó.
En el Nuevo Testamento, Jesús
indica la razón profunda del ayuno,
estigmatizando la actitud de los fariseos,
que observaban escrupulosamente las
prescripciones que imponía la ley, pero
su corazón estaba lejos de Dios.
El verdadero ayuno, repite en otra
ocasión el divino Maestro, consiste más
bien en cumplir la voluntad del Padre
celestial, que “ve en lo secreto y te
recompensará” . Él mismo nos
da ejemplo al responder a Satanás, al
término de los 40 días pasados en el
desierto, que “no solo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale
de la boca de Dios” .
El verdadero ayuno, por consiguiente,
tiene como finalidad comer el “alimento
verdadero”, que es hacer la voluntad del
Padre. Si, por lo tanto,
Adán desobedeció la
orden del Señor de
“no comer del árbol de la ciencia del
bien y del mal”, con el ayuno el creyente
desea someterse humildemente a Dios,
confiando en su bondad y misericordia.
La práctica del ayuno está muy presente
en la primera comunidad cristiana .
También los Padres de la Iglesia hablan
de la fuerza del ayuno, capaz de frenar
el pecado, reprimir los deseos del
“viejo Adán” y abrir en el corazón del
creyente el camino hacia Dios.
El ayuno es, además, una práctica
recurrente y recomendada por los santos
de todas las épocas. Escribe San Pedro
Crisólogo: “El ayuno es el alma de la
oración, y la misericordia es la vida del
ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune;
quien ayuna, que se compadezca; que
preste oídos a quien le suplica aquel que,
al suplicar, desea que se le oiga, pues
Dios presta oído a quien no cierra
los suyos al que le súplica”
En nuestros días, parece que la práctica
del ayuno ha perdido un poco su valor
espiritual y ha adquirido más bien, en
una cultura marcada por la búsqueda
del bienestar material, el valor de una
medida terapéutica para el cuidado del
propio cuerpo. Está claro que ayunar es
bueno para el bienestar físico, pero para
los creyentes es, en primer lugar, una
“terapia” para curar todo lo que les
impide conformarse a la voluntad de Dios.
En la Constitución apostólica
de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI
identificaba la necesidad de colocar el
ayuno en el contexto de la llamada a todo
cristiano a no “vivir para sí mismo, sino
para aquél que lo amó y se entregó
por él y a vivir también para los hermanos”
La Cuaresma podría ser
una buena ocasión para retomar las
normas contenidas en la citada Constitución
apostólica, valorizando el significado
auténtico y perenne de esta antigua
práctica penitencial, que puede ayudarnos
a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el
corazón al amor de Dios y del prójimo,
primer y sumo mandamiento de la
nueva ley y compendio de todo
el Evangelio.
La práctica fiel del ayuno contribuye,
además, a dar unidad a la persona,
cuerpo y alma, ayudándola a evitar
el pecado y a acrecer la intimidad con el
Señor. San Agustín, que conocía bien sus
propias inclinaciones negativas y las definía
“retorcidísima y enredadísima complicación
de nudos” en
su tratado La utilidad del ayuno, escribía:
“Yo sufro, es verdad, para que Él me
perdone; yo me castigo para que Él me
socorra, para que yo sea agradable a
sus ojos, para gustar su dulzura” .
Privarse del alimento material que nutre el
cuerpo facilita una disposición interior
a escuchar a Cristo y a nutrirse de su
palabra de salvación. Con el ayuno y la
oración Le permitimos que venga a
saciar el hambre más profunda que
experimentamos en lo íntimo de nuestro
corazón: el hambre y la sed de Dios.
Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a
tomar conciencia de la situación en la que
viven muchos de nuestros hermanos.
En su Primera carta San Juan nos pone
en guardia: “Si alguno que posee bienes
del mundo, ve a su hermano que está
necesitado y le cierra sus entrañas,
¿cómo puede permanecer en él el amor
de Dios?” Ayunar por voluntad
propia nos ayuda a cultivar el estilo del
Buen Samaritano, que se inclina y
socorre al hermano que sufre.
Al escoger
libremente privarnos de algo para
ayudar a los demás, demostramos
concretamente que el prójimo que
pasa dificultades no nos es extraño.
Precisamente para mantener viva esta
actitud de acogida y atención hacia los
hermanos, animo a las parroquias y
demás comunidades a intensificar
durante la Cuaresma la práctica del
ayuno personal y comunitario, cuidando
asimismo la escucha de la Palabra de
Dios, la oración y la limosna.
Este fue, desde el principio, el estilo
de la comunidad cristiana, en la que se
hacían colectas especiales
y se invitaba a los fieles a dar a los pobres
lo que, gracias al ayuno, se había recogido
También hoy hay que redescubrir esta
práctica y promoverla, especialmente
durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
Lo que he dicho muestra con gran claridad
que el ayuno representa una práctica
ascética importante, un arma espiritual
para luchar contra cualquier posible
apego desordenado a nosotros mismos.
Privarnos por voluntad propia del placer
del alimento y de otros bienes materiales,
ayuda al discípulo de Cristo a controlar
los apetitos de la naturaleza debilitada
por el pecado original, cuyos efectos
negativos afectan a toda la personalidad
humana. Oportunamente, un antiguo
himno litúrgico cuaresmal exhorta:
“Utamur ergo parcius, / verbis, cibis
et potibus, / somno, iocis et arctius /
perstemus in custodia – Usemos de
manera más sobria las palabras,
los alimentos y bebidas, el sueño y
los juegos, y permanezcamos
vigilantes, con mayor atención”.
Queridos hermanos y hermanas, bien
mirado el ayuno tiene como último fin
ayudarnos a cada uno de nosotros, como
escribía el Siervo de Dios el Papa Juan
Pablo II, a hacer don total de uno
mismo a Dios ,
Por lo tanto, que en cada familia
y comunidad cristiana se valore la
Cuaresma para alejar todo lo que distrae
el espíritu y para intensificar lo que
alimenta el alma y la abre al amor de
Dios y del prójimo. Pienso, especialmente,
en un mayor empeño en la oración, en
la lectio divina, en el Sacramento de la
Reconciliación y en la activa participación
en la Eucaristía, sobre todo en la Santa
Misa dominical. Con esta disposición
interior entremos en el clima penitencial
de la Cuaresma. Que nos acompañe la
Beata Virgen María, Causa nostræ
laetitiæ, y nos sostenga en el
esfuerzo por liberar nuestro corazón
de la esclavitud del pecado para que se
convierta cada vez más en “tabernáculo
viviente de Dios”. Con este deseo,
asegurando mis oraciones para que
cada creyente y cada comunidad
eclesial recorra un provechoso itinerario
cuaresmal, os imparto de corazón
a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 11 de diciembre de 2008
BENEDICTUS PP. XVI