DONDE LA VIDA HABLA
Fr.Eusebio Gómez Navarro O.C.D
Cierta
vez un hombre pidió a Dios una mariposa y una flor, pero Dios le dio un
cactus y una oruga. El hombre quedó muy triste, pues, no entendió por
qué su pedido quedó errado.
Pasado el tiempo, el hombre fue a verificar el pedido que dejó olvidado.
Para su sorpresa, del espinoso y feo cactus, había nacido la más bella de las flores.
Y la horrible oruga, se había transformado en una bellísima mariposa.
En el desierto no hay seguridades, ni alguna comodidad, sólo puedo contar con mi pobreza y fragilidad.
En
el desierto los amos son el silencio y la soledad. El silencio es
hermano de la soledad. “Por el silencio se reconocen los que llevan a
Dios en su corazón” (G. Tersteegen). “El silencio es la llave de oro
que conserva el tesoro de las virtudes” (San Pablo de la Cruz).
Necesitamos del silencio para poder vivir a plenitud, para descubrir
la belleza escondida en la naturaleza y en los rostros de los seres
humanos, para admirar los gestos sencillos. Necesitamos silencio, sobre
todo, para escuchar a Dios. Dios sigue hablando al ser humano. El
silencio es la mejor escuela para aprender a escuchar al Señor y,
también, para escuchar la voz de los sin voz, de los que sufren, de
los lamentos del ser humano, aquejado de vacío y de valores.
En
este silencio y soledad Dios invita a sus amigos y a los que le buscan
a un encuentro más profundo, con su Palabra que rezuma misericordia y
fidelidad. Es la palabra que abre el alma a la verdad y ablanda el
corazón para escuchar también el clamor del pueblo.
El
desierto no es alejamiento de la civilización, sino presencia de Dios.
El desierto se puede encontrar en cualquier parte. Dios es sorpresa,
novedad y vida. Irrumpe en la vida de cualquier persona y le cambia el
destino.
Carlo
Carreto escribió “El desierto en la ciudad”. De él entresaco estas
ideas. “El desierto puedes encontrarlo incluso en la ciudad. Si sabes
amar, esto será posible. Sólo que será un poco más difícil. ¿Lo
intentamos? No olvides que el desierto no significa ausencia del
hombre, sino presencia de Dios." "El desierto en la ciudad sólo es
posible a condición de ver las cosas con ojos nuevos, tocarlas con
espíritu nuevo y amarlas con corazón nuevo".
"Me
acordaba de la oración de mi madre, cargada con cinco hijos, o de los
campesinos, obligados a trabajar doce horas al día durante el verano.
Si para orar fuera necesario un poco de descanso, aquellas pobres
gentes no hubieran podido nunca orar. Por eso el tipo de oración que yo
había practicado abundantemente hasta entonces era la oración de los
ricos, la de los cómodos y bien alimentados, dueños de su tiempo, que
pueden disponer de su horario (...) No entendía nada, o, mejor,
empezaba a entender las cosas verdaderas. ¡Lloraba! y las lágrimas
corrían por la gandula que cubría mi fatiga de pobre. Y entonces, en
ese estado de auténtica pobreza, es cuando yo logré hacer el
descubrimiento más importante de mi vida de oración. ¿Quieren
conocerlo? La oración es cosa del corazón, no de la cabeza. Sentí como
si se me abriese en el corazón un torrente y por primera vez
"experimenté" una nueva dimensión de la unión con Dios. ¡Qué aventura
tan extraordinaria me estaba sucediendo! Nunca olvidaré aquel instante".
Es
curioso. En el desierto que no hay vida, está el Dios vivo, el amigo de
la vida, el Dios que hace resucitar de entre los muertos. Y en el
desierto se escucha con más fuerza y nitidez el mandato de Dios:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con
todas tus fuerzas, con todo tu ser” (Dt 6,5). Y amar a Dios supone amar
al hermano.

|