¿Habéis visto alguna vez un tenderete con un montón de naranjas cubiertas de nieve?
Debajo de las torres de la catedral de Tyn, en la plaza de Staroméstké,
se hallaban por navidad ,siempre, los tenderetes con mercancía de papel.
Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de crespón de
todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para
enmarcar, postales y papel de cartas.
Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí sólo me interesaban las hojas
recortables con figuritas de belén en color. Estaban mal
impresas, los colores a veces se salían fuera de las formas,
pero yo no veía nada de esto. La fea palabra Krippen en la
cabecera indicaba de dónde provenían. Pero eran baratísimas.
También tenían hojas más pequeñas, con figuras impresas en
cartulinas con hermosos colores, y su superficie brillante
permitía no solamente un resplandor deslumbrante de los
hábitos de los reyes, sino que hasta la pobreza y la sencillez
de los trajes de los pastores pareciese más espectacular.
A estas figuras no había que pegarles nada detrás.
Bastaba con separarlas, encolar abajo un trocito
fino de madera y pincharlas dentro del musgo blando.
Aquellas hojas que me podía permitir comprar por poco dinero se
tenían que pegar primero sobre un papel duro,
y sólo entonces se podían recortar con mucho
cuidado. Era demasiado trabajo, pero se hacía con gusto.
Montar un bonito Belén era el deseo de muchos niños,
aunque, según recuerdo, no les inspiraba un sentimiento religioso;
aquellos belenes eran más bien testigos de un idilio y un anhelo
románticos. Era el tiempo de los juegos y de las fiestas que se acercaban.
Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña,
del establo con Jesucristo acabado de nacer,
y prestaba mucha más atención al castillo pagano,
y al palacio del rey Herodes. ¡Qué bonita y qué misteriosa era
aquella ciudad medieval, o quizá posterior, que se veía sobre el
establo del Belén! Ningún color fue nunca tan jubiloso,
ninguna almena tan dentada, ni ningún palacio tan dorado y
vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas
papel transparente rojo, y detrás de él, encender una vela.
Yo, con paciencia, recortaba una ovejita tras otra y,
con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el
rebaño. Porque un rebaño de ovejas es una parte importante
dentro de la belleza de un Belén. Lo más difícil era recortar
el largo palo pastor que se alzaba por encima de su amplio sombrero., ¡Cuántos había estropeado!
A veces se me iba la mano con las tijeras; otras veces
el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo.
Hasta que alguien me aconsejó que pusiera a los pastores en la
mano un trocito de madera largo y fino. Esto me salió bien y,
al final, la caja estaba llena de figuras pobres y primitivas, pero sagradas y hechizadas.
Todavía hoy veo el grandioso elefante con un baldaquín rojo y
con flecos y borlas dorados, el camello con un tapiz de colores
entre las jorobas, y también el esbelto caballo blanco,
con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo.
Las tres majestades se pararon cerca del establo del Belén.
El elefante era conducido por un negrito con turbante blanco
y el camello por un árabe con una lanza, mientras que sus
reales amos estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre.
Sólo el rey negro estaba un poco perplejo, algo más atrás,
para que se cumpliesen las palabras de una antigua canción navideña.
El placer más grande consistía en agrupar el hermoso rebaño
de ovejas, con el perro que corría alrededor, sobre una roca de
papel. Algunos pastores estaban durmiendo, otros daban de
beber a las ovejas. En el fondo del Belén había un cielo azul
con estrellas doradas: éstas también se podían comprar bajo
las torres del Tyn, en la plaza Staroméstské,
en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra.
Por último, hubo que poner la estrella de Navidad sobre un
alambre para que temblara cuando la tocaran y pareciera viva.
El Belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa: espolvorearlo todo
con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban
descalzos, que de las palmeras colgaban los enormes
racimos de dátiles y que había otras llenas de flores de un rojo vivo.
Un amigo mío dice que la gente quiere los belenes porque les
hacen ver el mundo más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban
inseparablemente unidos a la época de fiestas hermosas,
cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta.
Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices,
sonreían y eran más amables. Toda la casa respiraba bienestar.
Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz transcurriera muy
despacito. Cada rincón de la calle, incluso el más vulgar,
parecía vestido de fiesta en aquella época navideña.
Todo era distinto, más gracioso, más hermoso.
Eso sucede cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón
y no solamente escrito con letras rojas en el calendario.