LA
PRINCESITA ISABEL
Madrigal
de
las Altas Torres es una aldea de Castilla a medio camino entre
Salamanca y Segovia. Flota en un mar de trigo que embadurna de verde la
primavera, dora el estío, el otoño, tiñe de ocre y en el invierno está
cubierto de nieve. Es domingo y la plaza está llena de labriegos y
cortesanos. Estos vinieron a caballo o en carreta, en compañía de sus
damas, y aquellos a pie, al frente de sus rebaños de ovejas.
Finalmente, con su dueña tiesa y bigotuda llega la princesita de ojos
azules y cabellos rubios, que vive en el castillo que corona el pueblo.
Mientras ora ante el altar y cortesanos labriegos la miran orar, tañen
las campanas en la torre, en el presbiterio repica la campanilla para
la elevación y tintinean las esquilas de las ovejas en la plaza.
De
vuelta al castillo la reina madre le pregunta a la dueña:
–
¿En qué sueña mi hija, la princesa Isabel?
–
Antes que reina en Castilla la señora fue princesa de Portugal. Yo no
sabría decir qué sueñan las princesas cuando todavía no son reinas.
Un
Domingo
de Resurrección a la salida de misa abordó a Isabel un buhonero
judío que se encaminaba a Compostela. En su caja colgada al hombro
cargaba telas, encajes, lienzos, dijes y baratijas. Era un anciano
tuertero cuya barba grisácea le llegaba al pecho. Y cuando le preguntó
la princesa – "¿Qué me queréis, buen hombre?"–, éste se inclinó hasta
el suelo y le ofreció una cinta para adornarse el cabello. Era una
cinta suave y brillante, de seda carmesí, más hermosa que la banda que
llevaba al cinto al arzobispo de Segovia que confiesa a su madre. Pero
he aquí que el buhonero le dice a la princesa que la cinta es suya, y
esto para que su alteza se acuerde de los pobres judíos cuando sea
reina de Castilla. Y como ella le preguntara si acaso los judíos no son
ricos, él le replicó que eso sería mientras ella fuera princesa. Cuando
se coronara reina los arrojaría de sus tierras a pesar de que entonces
les debería mucho dinero y no podría pagarlo.
–
¿Y para qué habré de pedir dinero prestado a los judíos?
–
Los reyes son ingratos, princesa.
Los
mendigos
que toman el sol en el atrio a las puertas de la iglesia y
piden limosna por el amor de Dios, suelen cantar bellos romances. El de
don Rodrigo que perdió a Toledo, el de la infanta doña Alba, el del Mío
Cid camino de Valencia. Aunque le gusta todavía más el que le improvisó
aquella mañana, recostado al muro de la iglesia, un moro ciego, casi
negro, que tenía una voz grave y melancólica.
–
Un día, y no habrán de verlo mis ojos cerrados a la luz del sol desde
hace tantos años, un día la reina Isabel y su marido don Fernando...
–
¿Don Fernando, dices? ¿Don Fernando de Aragón?
–
Reinará el rey Boadill, llamado el Chico, desde las cumbres de la
Sierra Morena hasta las playas del Mediterráneo. En su palacio de la
Alhambra, sentado a la morisca en el estrado y sobre un tapiz más
vistoso que el arco iris, contemplará las danzas de sus odaliscas y
escuchará los cantos de sus cantaoras. Su madre le acariciará los
ensortijados cabellos, negros como el carbón, que se le escaparán del
turbante. Este tendrá engastada, por el lado del frente, una medialuna
de plata cuajada de diamantes.
–
¡Díos mío! ¿Qué son los broncos reyes castellanos vestidos de hierro,
ante ese rey moro que dices?
–
Ahora oigo el estruendo de los arcabuces. Una nube de caballeros y de
infantes cristianos cerca las murallas y soldados levantan tiendas de
campaña en la vega de Granada, a las orillas del Genil. Sobre el real
listado de rojo y gualda, ondean los pendones de los Reyes Católicos.
–
¿Y cómo lo sabes? –preguntó la princesa. Él respondió que más sabía el
diablo por viejo que por diablo y mejor leía un ciego el destino en la
escritura luminosa de las estrellas que un vidente en la palma de su
propia mano.
–
¿Pero qué dice este hombre? –preguntó Isabel y la dueña le contestó que
acaso estaría componiendo un nuevo romance, pero mejor sería volver a
casa. Una princesa de Castilla no debe hablar en la calle con mendigos
y nigromantes, mayormente si ellos son moros.
Tres
eran
los pretendientes de Isabel. Primero, el duque de Guyana, hermano
del rey de Francia, pero era de miembros tan flacos que parecían
deformes y ojos tan débiles y llorosos que lo hacían inepto para toda
empresa caballeresca. Eso rezaba un informe secreto de la Cancillería.
El segundo era don Alfonso V de Portugal, pariente suyo, pero tan gordo
que no había caballo ni mula que lo soportara. Con sus cincuenta y
cinco años bien contados podría ser el abuelo, más que el novio de
Isabel, que no llegaba a los quince. El tercer pretendiente era don
Pedro Girón, favorito del rey, hombre ambicioso y avaro, descendiente
de judíos conversos. El primero se la llevaría a Francia, el segundo la
retendría en Portugal, y el tercero la encerraría en una torre. Pero
Isabel sólo amaba, desde niña, al príncipe don Fernando de Aragón. Al
unir sus vidas se confundirían los dos reinos y en el pendón real algún
día se estamparía la leyenda "Tanto monta, monta tanto Isabel como
Fernando".
Acosada
por
su medio hermano el rey don Enrique, Isabel huyó una noche del
palacio. A caballo y a campo traviesa por las soledades de Castilla,
llegó a refugiarse en Madrigal de las Altas Torres y el pueblo en masa
salió a recibirla con gallardetes y pendones.
A
las puertas del castillo de Valladolid, tiempo después golpeó un fraile
descalzo y harapiento que venía de lejos. Al preguntarle la dueña quién
era y para qué venía, respondió que eso no importaba. Necesitaba hablar
con la princesa.
Conviene
recordar
que mientras ella andaba en la Corte, antes de huir a Madrigal
de las Altas Torres y luego a Valladolid, había muerto su hermano. Poco
después llegó al castillo un correo de la Corona, reventando cinchas y
desjarretando caballos. Cubierto de polvo y de sudor desde el morrión
hasta los espolines, el correo se postró en el patio de armas ante la
princesa.
–
¡Don Enrique ha muerto! –le dijo con la voz quebrada–. ¡Viva la reina
Isabel!
Más
con los ojos de iluminado que con los labios quemados por la fiebre, el
fraile descalzo le decía a la sazón a la princesa:
–
Desde hace un tiempo vaga por los caminos de Europa, golpeando a las
puertas de los poderosos, un hombre alto de cuerpo, rubicundo, pecoso,
de ojos encandilados por una extraña quimera. Este hombre que digo es
dueño de un secreto que desempolvó en pergaminos italianos y conoció de
labios de marinos portugueses. Cuando pasó una noche en el convento de
La Rábida a donde llegó a pedir posada por el amor de Dios, le dijo al
prior: Puesto que la tierra es redonda, si contorneamos el mar
Tenebroso en dirección al poniente, por fuerza hemos de llegar al
fabuloso reino de las especies.
La
princesa
le escuchaba embobada. Pero lo más extraordinario del caso era
que aquella misma noche Cristóbal Colón, que así se llamaba el hombre,
soñó que una reina de Castilla apretaría en el puño todas las villas y
reinos de la península, desterraría a los judíos, arrojaría a los moros
de Granada y lo escucharía cuando llegara a verla.
–
¿Es cierto lo que dices?
–
No es sino un sueño –respondió el fraile– pero Dios habló a Jacob en un
sueño y le prometió la tierra donde nacería el Cristo.
No
se
sorprendió, pues, cuando en medio de una polvareda llegó a
Valladolid una embajada de nobles caballeros para conducirla a Segovia.
–
Cuando queráis. Estoy presta –les dijo al poner el pie en el estribo.
Y
más tarde, al sentir en la catedral de Segovia que la corona de
Castilla le ceñía las sienes y ante ella se prosternaban duques y
arzobispos, no pudo menos de recordar la cinta del buhonero judío, el
romance del mendigo ciego y el misterioso sueño de Colón que le había
relatado el fraile. Ella ya no soñaba. Así como unos vienen a este
mundo para morir sin haber vivido, ella había nacido para reinar y para
plantar en las remotas playas del Nuevo Mundo el pendón rojo y gualda
de Castilla: "Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando".