Una Tortuga a una Águila rogaba La enseñase a volar; así la hablaba: «Con sólo que me des cuatro lecciones, Ligera volaré por las regiones; Ya remontando el vuelo Por medio de los aires hasta el cielo, Veré cercano al sol y las estrellas, Y otras cien cosas bellas; Ya rápida bajando, De ciudad en ciudad iré pasando; Y de este fácil, delicioso modo, Lograré en pocos días verlo todo.» La Águila se rió del desatino; La aconseja que siga su destinó, Cazando torpemente con paciencia, Pues lo dispuso así la Providencia. Ella insiste en su antojo ciegamente. La reina de las aves prontamente La arrebata, la lleva por las nubes. «Mira, la dice, mira cómo subes.» Y al preguntarla, digo, «¿vas contenta?» Se la deja caer y se revienta. Para que así escarmiente Quien desprecia el consejo del prudente.
Asustadas las fiebres de un estruendo, Echaron a correr todas, diciendo: «A quien la vida cuesta tanto susto, La muerte causará menos disgusto» Llegan a una laguna de esta suerte A dar en lo profundo con la muerte. Al ver a tanta Rana que, asustada, A las aguas se arroja a su llegada, «Hola, dijo una liebre, ¿conque, hay otras Tan tímidas, que aún tiemblan de nosotras? Pues suframos con ellas el destino.» Conocieron sin más su desatino.
Estaba una liebre siendo perseguida por un águila, y viéndose perdida pidió ayuda a un escarabajo, suplicándole que le salvara.
Le pidió el escarabajo al águila que perdonara a su amiga. Pero el águila, despreciando la insignificancia del escarabajo, devoró a la liebre en su presencia.
Desde entonces, buscando vengarse, el escarabajo observaba los lugares donde el águila ponía sus huevos, y haciéndolos rodar, los tiraba a tierra. Viéndose el águila echada del lugar a donde quiera que fuera, recurrió a Zeus pidiéndole un lugar seguro para depositar sus futuros pequeñuelos.
Le ofreció Zeus colocarlos en su regazo, pero el escarabajo, viendo la táctica escapatoria, hizo una bolita de barro, voló y la dejó caer sobre el regazo de Zeus. Se levantó entonces Zeus para sacudirse aquella suciedad, y tiró por tierra los huevos sin darse cuenta. Por eso desde entonces, las águilas no ponen huevos en la época en que salen a volar los escarabajos.
Nunca desprecies lo que parece insignificante, pues no hay ser tan débil que no pueda alcanzarte.
Sorprendió un león a una liebre que dormía tranquilamente. Pero cuando estaba a punto de devorarla, vio pasar a un ciervo. Dejó entonces a la liebre por perseguir al ciervo.
Despertó la liebre ante los ruidos de la persecución, y no esperando más, emprendió su huída.
Mientras tanto el león, que no pudo dar alcance al ciervo, ya cansado, regresó a tomar la liebre y se encontró con que también había buscado su camino a salvo.
Entonces se dijo el león:
-- Bien me lo merezco, pues teniendo ya una presa en mis manos, la dejé para ir tras la esperanza de obtener una mayor.
Si tienes en tus manos un pequeño beneficio, cuando busques uno mayor, no abandones el pequeño que ya tienes, hasta tanto no tengas realmente en tus manos el mayor.
Se juntaron el león y el asno para cazar animales salvajes. El león utilizaba su fuerza y el asno las coces de su pies. Una vez que acumularon cierto número de piezas, el león las dividió en tres partes y le dijo al asno:
-- La primera me pertenece por ser el rey; la segunda también es mía por ser tu socio, y sobre la tercera, mejor te vas largando si no quieres que te vaya como a las presas.
Para que no te pase las del asno, cuando te asocies, hazlo con socios de igual poder que tú, no con otros todopoderosos.
Minsy y Katsy eran unas hermanitas muy hermosas y amorosas, les encantaba mirar el cielo lleno de estrellas desde la ventana de su casa de playa, mientras su madre les contaba un cuento a la hora de dormir.
Un día al llegar a la ciudad se dieron cuenta que en las noches no se veían las estrellas en el cielo y se pusieron muy tristes. - Mamá, preguntó Katsy, ¿a dónde se fueron las estrellas? - Si, mami, ¿por qué ya no están pegadas en el cielo?, preguntó Minsy. - Es que aquí en la ciudad, las nubes tapan a las estrellas, queridas hijitas. Al otro día, la mamá de Minsy y Katsy le comentó a su hermana Vivi la pena que tenían sus niñas de no tener un cielo estrellado al dormir. Sucedió que a Vivi se le ocurrió una gran idea: -Espera y verás que felices estarán. Cuando se hizo de noche y Minsy y Kaysy fueron a su cuarto para dormir, su mamá apagó la luz y se llevaron una enorme sorpresa, sus rostros resplandecían de emoción. El techo de la habitación parecía un cielo estrellado pues habían muchas estrellas de diferentes tamaños que brillaban a su alrededor. Las niñas saltaron de alegría sobre sus colchones tratando de tocar las estrellas con la palma de la mano. Y agradecieron a su tía con todo el corazón. Desde ese día las estrellas las iluminaron y velaron sus dulces sueños de la niñez. A/D
Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él. -¡Si que es casualidad! -dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua. -Es cierto -reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú. Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas. -Eres exacto a mi -repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo. Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres. Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla. -Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así? Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil. Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas. Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan. -Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre. El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas. -Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general. Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciño la corona en las sienes de su autentico dueño. El principe había sufrido demasiado y sabia perdonar. El usurpador no recibio mas castigo que el de trabajar a diario. Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad el respondia: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.
Se la conoce como Floralis Genérica y es una creación del arquitecto argentino Eduardo Catalano. Está ubicada en la Ciudad de Buenos Aires, en la Plaza de las Naciones Unidas del barrio de Palermo, tiene una altura de casi 20 metros y pesa 18 toneladas.
Su creador la define como una “obra ambiental” y, en abril de 2002, la donó al Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El nombre elegido viene del latín: Floralis, que pertenece a la flora, y Genérica, del término género e indica que pertenece a todas las flores. Tiene seis pétalos plateados de aluminio y acero y fue instalada en un entorno de cuatro hectáreas, rodeada de una frondosa arboleda.
Contado así, nada hace suponer que esta flor sea una atracción turística. Pero falta un detalle: se mueve, cambia de posición, parece cobrar vida al inclinarse… Según palabras de su autor, “es una síntesis de todas las flores y es a la vez una esperanza que renace cada día al abrirse”.
El lugar elegido para instalarla es clave: los senderos, la iluminación y una cascada enriquecen la percepción visual de los espectadores. Gracias a un reloj que regula en forma automática su apertura y cierre, la flor permanece “dormida” durante la noche y abre sus pétalos cuando Buenos Aires se despierta. En algunas ocasiones, cuando el viento es muy fuerte, la flor se cierra para evitar que sus pétalos resulten dañados. Durante el tiempo que permanece cerrada, puede observarse un resplandor rojo que sale desde su interior.
Un dato a tener en cuenta por los turistas que quieran apreciar la flor: la hora de cierre de los pétalos varía según la estación del año, pero hay cuatro ocasiones especiales para poder disfrutar de este espectáculo sin horarios: el 21 de septiembre, el 25 de mayo y el 24 y 31 de diciembre, días en los que la flor permanece “despierta” durante toda la noche.
Se dice que en una comunidad, un hombre vivía con su hija.
La hija pastaba las ovejas, llamas y
otros animales. Cada día un joven vestido con elegancia iba a visitarla.
Tenía un traje negro hermoso, chalina blanca,
sombrero y todo. Cada día iba a visitar a la
mujercita, y se hicieron buenos amigos.
Jugaban a todo. Un día comenzaron a jugar de esta manera:
“Alzame tu y yo te alzaré”.
Bueno, comenzaron el juego, y el joven alzo a la
mujercita. Recién cuando la había alzado en alto,
la mujercita se dio cuenta de que estaba volando. El joven puso a la mujercita dentro de un
nicho en un barranco. Allí el joven se
convirtió en cóndor. Por un mes, dos meses,
el cóndor criaba a la mujercita.
Le daba toda clase de carne: carne asada,
carne cocida. Cuando habían estado unos años
juntos, ella llego a ser mujer.
La jovencita dio a luz un niñito,
pero lloraba día y noche por su padre, a quien había
dejado en la comunidad. “
¿Cómo puede estar solo mi padre?
¿Quién está cuidando a mi padre?
¿Quién está cuidando a mis ovejitas?
Devuélveme al lugar de donde me trajiste.
Devuélveme allá”, le suplicaba al cóndor. Pero él no le hacia caso.
Un día un picaflor apareció. La joven le dijo:
“¡Ay, picaflorcito, mi picaflorcito!
¿Quién hay como tú? Tienes alas.
Yo no tengo ninguna manera de bajar de aquí.
Hace más de un año, un cóndor,
convirtiéndose en joven, me trajo aquí.
Ahora soy mujer. Y he dado a luz a su niñito”.
El picaflor le contestó: “Escúchame joven.
No llores. Te voy a ayudar.
Hoy día iré a contarle a tu papá donde estás,
y tu papá vendrá a buscarte”.
La joven le dijo: “Escúchame, picaflorcito.
¿Conoces mi casa, no? En mi casa hay
hartas flores bellas, te aseguro que si
tú me ayudas, toditas las flores que hay en mi casa serán para ti”.
Cuando dijo eso, el picaflor volvió contento
al pueblo, y fue a decir al padre de ella:
“He descubierto dónde está tu hija.
Está en el nicho de un barranco.
Es la mujer de un cóndor. Pero va a ser difícil bajarla.
Tenemos que llevar un burro viejo”,
dijo el picaflor, y contó su plan al viejo.
Fueron, llevando un burro viejo.
Dejaron el burro muerto en el suelo.
Y mientras el cóndor estaba
comiendo el burro, el picaflor y el viejo
ayudaron a la jovencita a bajar del barranco.
Después llevaron dos sapos: uno pequeño,
otro grande, y dejaron los sapos en el
nicho del barranco. Bajaron el viejo y
su hija y fueron hacia el pueblo.
El picaflor fue donde estaba el cóndor, y le
contó: “Oye, cóndor. Tu no sabes que desgracia hay en tu casa”. “¿Que ha pasado?” el cóndor le preguntó. “Tu mujer y tu hijo se han convertido en sapos”.
Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”
Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”.
Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:
“No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta”.
Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario”.
El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:
“No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.”
Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Cuenta la leyenda que el murciélago una vez fue el ave más bella de la Creación.
El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy y se llamaba biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así como mariposa desnuda).
Un día frío subió al cielo y le pidió plumas al creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el creador no tenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.
Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.
Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.
Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves.
Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.
Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.
Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.
Hace muchos, muchos años, el pingüino era una de las aves preferidas por los dioses que recorrían las tierras del sur de América. Cuentan que en esa época tenía grandes y fuertes alas que le permitían volar tan alto como el cóndor. Se elevaba y descendía por el espacio a velocidad increíble y se posaba en los árboles cercanos a los ríos o al mar. Pero su vuelo majestuoso lo había vuelto soberbio, y desde el cielo miraba con desprecio a los peces, porque los consideraba seres muy inferiores a él, aunque se alimentaba de ellos. Era tal su desprecio, que a pesar de no tener hambre se zambullía con fuerza en el mar y los mataba con su fuerte pico por puro placer. Pero Dios, que todo lo ve y lo sabe, decidió privarlo de aquello que tanto lo hacía sentirse superior: su capacidad de volar. Sus potentes alas se acortaron y no le sirvieron más para el vuelo, y con mucha humildad tuvo que aprender a nadar como los peces, a los que tanto había despreciado en su vida anterior. Todo esto lo convirtió en el hazmerreír de los grandes amos del cielo. El pingüino, sumamente avergonzado, debió dejar sus nidos en los árboles y ocultarse en pequeños huecos en la tierra, y por si esto fuera poco, Dios lo condenó a pasar la mayor parte de su vida en las frías aguas de las regiones australes, sin dejar de ser ave. El pingüino se puso tan triste, que se retiró con su compañera, a la que elige para toda la vida, y dice la leyenda que cuando uno de ellos muere, el otro se interna en el mar y nunca regresa.