Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas;
en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable,
y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío,
rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas,
y las fortificaciones hospitalarias presenciaron nuestra jadeante alegría de perros en libertad.
Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso
que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos;
contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas,
detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas,vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios,en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas.
Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta,
fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de
tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos,
comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos.
El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenadodetrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas yvamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies,
ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés.
Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina.
Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego,se mueven incesantemente, de derecha a izquierda,de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo.
Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada,
esa perra femenina y complicada que guarda bien,
ríe raramente, se conduce como persona sensata,
con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita,
sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas,
esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reservaaristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme,
reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas.
La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzono he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelode su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio
del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Había una abuela que estaba siempre triste y sola en casa. No sabía cuentos, ni juegos, ni canciones, ni nada para entretener a los niños. La pobre abuela estaba muy triste.
Un día que hacía mucho frío y llovía, la abuela oyo unos golpes en el cristal de la ventana, era un pajarito que se estaba helando y tenía mucha hambre. La abuela le dejo entrar y le dió miguitas y abrigo, el pájaro se quedo todo el invierno con ella y estuvieron muy bien juntos.
Cuando llego el verano y el pajarito se iba a ir, la abuela se echó a llorar. El pajarito le explicó que tenía que irse con sus compañeros, ella les explicó que los podía llevar al jardín. Ella les haría una fuente y les echaría comida. El pajarito fué a buscar a sus amigos y pasaban largos ratos en el jardín de la abuela que ya nunca mas estuvo sola. La abuela y su jardín se hicieron famosos porque siempre estaba lleno de pájaros y la gente acudía a verlos y oírlos.
La abuela hizo muchos amigos y siempre estaba alegre y optimista.
El horrible ogro que todos odiaban compró en la tienda un espejo de su propio tamaño. Lo colocó en uno de los muros de su palacio. Podía verse en él de cuerpo entero. El vendedor le había asegurado algo que terminó por convencerlo. Este espejo lo embellecerá, mi excelentísimo señor, se verá usted en él como siempre quiso verse.
Pasaba horas el ogro frente al espejo comprobando sus bondades. Era cierta la promesa del tendero, podia verse allí como siempre había soñado ser.
Cambió el ogro su mirada sobre sí mismo, y consiguió que todos lo vieran distinto, a pesar de que su cuerpo no se había transformado. Ya no era tan horrible para los demás, porque había comenzado a embellecerse para él.
Ya no era odiado por todos, porque habia aprendido a quererse en el espejo. Moraleja: Descubrete a tí mismo con amor, para que los demás comiencen a quererte. (Desconozco autor)
Extraido de mi correo personal, espero que lo disfruten como yo lo hice, solo faltan las imagenes de diapositivas...pero extraño a mi angel...
La belleza siempre impacta. Nadie puede dejar de reconocer que la belleza física es un factor deseable y deseado y que, en primera instancia, puede abrir muchas puertas. Pero más allá de favorecer un primer acercamiento, no asegura nada. La belleza física, de por sí, no puede asegurar la perpetuidad o la continuidad de los sentimientos despertados por la persona que la posee.
La belleza interna, la belleza del espíritu, en cambio, puede perpetuar los sentimientos y hacer que los mismos perduren incluso después de la muerte... y en el recuerdo. Y además, con la belleza interior sucede un fenómeno opuesto a lo que sucede con la belleza externa. El paso de los años desluce inexorablemente las bondades del cuerpo. Y aunque se lo cultive y hasta se lo someta a cirugías, su belleza decrece con los años. En cambio, para quienes cultivan lo lindo de su interior, con el paso del tiempo ocurre lo contrario: El cuerpo envejece, pero el espíritu se hace cada vez más noble y más hermoso.
Por eso, cuidemos nuestro cuerpo, es importante. Pero fundamentalmente cuidemos nuestro espíritu, ya que es muchísimo más importante. Y enseñemos a nuestros hijos a cultivar y valorar la belleza interior.
Esa, que es la que despierta sentimientos verdaderamente auténticos y duraderos, que son, en definitiva...los únicos que sirven.
Hace mucho tiempo, un humilde matrimonio y sus cuatro hijos vivían felizmente en su pequeña casita junto al bosque. Las tres hijas mayores eran niñas y el menor un bebé de meses.
Un día, hacia el mediodía, la madre llamó a la mayor de sus hijas y le dijo: -Ve a la cocina coge leche, queso, pan y vino y llévaselo a tu padre que está trabajando, Que yo no puedo ir con el bebé.
La muchacha arregañadiente hizo tal como se lo había ordenado su madre y marchó en busca de su padre. Había recorrido un buen tramo del camino por el bosque cuando se dio cuenta que se había perdido. Continuó caminando un buen trecho hasta que observó una bifurcación.
A un lado del camino, estaba sentada la Virgen Pura con su Niño en brazos. Al ver a la niña la Virgen le dijo: -Hola, Preciosa. ¿Me podrías dar algo de leche para mi Niño que está hambriento?
La niña le contestó:
-Nada de eso, haga como mi padre que trabaja mucho para ganarse el pan. La Virgencita le insistió, pero la niña volvió a negarle su ayuda. La muchacha intentó continuar por su camino pero no tenía el menor recuerdo de haber pasado nunca por ahí. Así que se dirigió a la Virgen y le preguntó:
¿Sabes dónde trabaja mi padre? No recuerdo el camino.
La Virgen le contestó:
- Sigue ese camino que baja adentrándose en el bosque y encontrarás una casa con unas puertas muy grandes negras. Llama y te abrirán.
La niña contenta, continuó su camino sin ni siquiera despedirse. A medida que avanzaba observaba que el camino se hacía más y más oscuro debido a la tupida vegetación. Ya estaba empezando a dudar de aquella pedigüeña, cuando se percató de que unos cientos de metros delante había un gran portón negro perteneciente a una propiedad. Se acercó llamó a la puerta y esperó. Las puertas se abrieron salió el Diablo y se llevó a la muchacha. Mientras, la madre, al ver que no tenía noticias de su hija mayor llamó a la segunda de sus hijas y le dijo:
- No sé nada de tu hermana. A lo mejor se ha encontrado a alguno de sus amigos y se ha olvidado de hacer el encargo. Así que ve a la cocina coge pan, queso, leche y vino, y llévaselo a tu padre. Si encuentras a tu hermana por el camino dile que te acompañe.
La muchacha obedeció. Cogió los alimentos y partió en busca de su padre. Al igual que su hermana, se encontró con la Virgencita Pura sentada en la encrucijada del sendero con el Niño en su regazo. De igual modo también, la Virgen le rogó que compartiera su leche con el Niño. Y de igual forma que su hermana le negó groseramente el auxilio. La muchacha miró a ambos lados del camino sin saber tampoco que camino tomar. Pero su orgullo no le permitía ni dirigirse a la vagabunda. La Virgen dándose cuenta de su indecisión le dijo fríamente:
- Sigue ese camino que baja adentrándose en el bosque y encontrarás una casa con unas puertas muy grandes negras. Llama y te abrirán.
La niña se hecho a correr camino a bajo y acabó corriendo igual suerte que su hermana mayor. La madre preocupada al ver que el tiempo pasaba llamó a la menor de sus hijas y le ordenó:
- No sé lo que les ha podido pasar a tus hermanas, pero estoy empezando a preocuparme. Ve a la cocina coge pan, queso, leche y vino y llévaselos a tu padre. Si por el camino no encuentras a tus hermanas díselo a tu padre para que las busque, y tú vuelve enseguida para que me cuentes.
Rauda y veloz la niña hizo lo que la había dicho su madre y partió en busca de su padre. Iba corriendo por el sendero cuando oyó el llanto de un niño. Se detuvo y observó aquella mujer que intentaba consolar a aquel hermoso niño. La estampa le recordó a la que había dejado atrás poco tiempo antes.
Así que se acercó a la mujer y le preguntó a la mujer: ¿Por qué llora tu niño? ¿Qué le sucede?? La mujer que no era otra sino la Virgen Pura le contestó:
- Tiene hambre y no tengo nada que darle. Veo que llevas comida, ¿podrías darme algo de leche para el niño?
La niña le respondió:
- No sólo leche, toma todo lo que necesites y come tú también?. La Virgen sin parar de agradecerlo sólo tomo algo de leche. La muchacha se quedó observando al Niño comer. Al cabo de un instante recordó su encargo y levantando la mirada observando ambas direcciones del camino. La Virgen al apreciar su duda le dijo:
- Sigue este sendero que sube hacia esa loma, y encontrarás una gran portón blanco. Llama y te abrirán.
La niña retomó su camino tras despedirse de la mujer. Al cabo de un rato encontró el portón tal como le había dicho la señora. Golpeó la aldaba y la puerta se abrió. Tras ella apareció San Pedro que sonriendo le invitó a pasar. Había un gran salón con tres escaleras, una de oro, otra de plata y otra de bronce. San Pedro se dirigió a la niña diciendo:
¿Por cuál de ellas quieres subir?
La niña le contestó:
- Por la de oro.
- Pues adelante, sube. Él contestó.
La niña subió encantada y al bajar San Pedro la esperaba con un regalo. Por los buenos sentimientos que tienes, toma estas tres bolitas de oro como regalo. Ahora vuelve a bajar por el camino y en la bifurcación encontrarás a tu padre.
La niña dio las gracias y partió cantando:
- Estas tres bolitas de oro que San Pedro me las dio, para mi padre y mi madre y para mis hermanitas no.
Pero nada más salir por la puerta, el Diablo que la estaba esperando se las quitó. Así que la niña se puso muy triste y empezó a llorar. San Pedro al oírla desde el interior abrió nuevamente la puerta y la invitó a entrar nuevamente.
- Venga, no pasa nada. Elige otra escalera por la que subir.
La niña contestó:
- Por la de plata.
La niña volvió a subir por la escalera, y al bajar San Pedro la esperaba nuevamente con otras tres bolitas de oro. La niña tomó el regalo y nuevamente partió cantando:
- Estas tres bolitas de oro que San Pedro me las dio, para mi padre y mi madre y para mis hermanitas no.
Pero al igual que antes, el Diablo la esperaba y le arrebató las tres bolitas de oro. La niña volvió hacia el portón y San Pedro le volvió a abrir. Esta vez San Pedro le dijo:
- Bueno, esta vez no te queda más que la escalera de bronce. Una vez la niña había vuelto a subir y bajar por la última escalera, San Pedro le dio otras tres bolitas de oro. A la vez que le dijo:
- Esta vez toma esta estaca, por si te está esperando el Diablo. Y si te intenta quitar el regalo, le das un estacazo en la cabeza.
La niña salió, y ahí estaba esperándola nuevamente el Diablo. Pero esta vez la muchacha estaba preparada y le arreó un golpe tan fuerte que lo dejó desmallado. Así la niña partió camino a su casa cantando su canción:
- Estas tres bolitas de oro que San Pedro me las dio, para mi padre y mi madre y para mis hermanitas no.
TOUR HALLOWINIANO Mochila al hombro con un sandwich de roastbeef, unos crudités y un buen brebaje encarnado. Si la excursión se realiza en grupo, una lata de fabada y el resto de acompañantes vivirán un anestesiante tour olfativo:
-El Matadero Municipal -existe uno en cada población- es el perfecto punto de partida. Observar como abandonan este mundo cruel, los animalitos que luego nos engordan resulta una experiencia radical. Un recuerdo para Babe, el cerdito valiente, el pato Lucas o el gallo Claudio. Un descabello en regla.
-Iglesia gótica o catedral. Un escalofrío sacude al visitante nada más entrar. Dada la estación del año y la ausencia de calefacción, las bajas temperaturas suelen ser habituales. Ambiente tétrico, iluminación por los suelos, tumbas de personajes de siglos pasados y espíritus errantes. El órgano en acción garantiza la amenaza de infarto.
-Parque solitario. Los espacios verdes y limitados proporcionan sensaciones tan borderline que los esfínteres no suelen obedecer las órdenes del cerebro. Territorio de desequilibrados con tendencias mortales y dañinas, no solo la noche guarda sorpresas.
-Quirófano de la plaza de toros. Con una mesa de operaciones que parece la del doctor Frankenstein y un foco por el que mataría un anticuario, estos lugares de pavor hay que verlos para creerlo.
-Reunión de la comunidad de propietarios. Se masca la tensión. Los vecinos, con las mandíbulas encajadas, comienzan el tiroteo -literal en ocasiones- y aprovechan la ocasión para meter el dedo en la llaga.
-Pasillos del metro. Los kilométricos transbordos que conectan unas líneas con otras se convierten en escenario de sucesos desagradables y hasta figuran en los archivos de Expediente X. La madrileña estación de Santiago Bernabéu, también conocida como la estación fantasma, acumula un sinfín de leyendas. Ruidos inexplicables y hasta un conductor que asegura haber entrado en un agujero negro alimentan el misterio.
-Descampado. Aventurarse a dejar correr la noche del 31 en un descampado puede deparar encuentros en la tercera fase. Si aguantas la angustia creciente y además, nadie te ataca, ya estás preparado para colocarte de guarda jurado en una nave industrial o similar.
-Delegación de Hacienda. Te van a investigar o, al menos, ese temor es el que tratan de inculcarte los funcionarios que atienden con acidez estomacal las ventanillas. Primero aguantas colas interminables y luego, los empleados de turno se van pasando la pelota como si jugaran a la oca hasta que caes desmayado o te entra un indomable ataque de nervios.
-Debajo de la cama. Por muchos años que tengas, JAMAS deberías abandonar la costumbre infantil de comprobar, antes de acostarte, que debajo del somier no hay nadie. Tápate bien, controla esa mano que cuelga despreocupada... las peores pesadillas toman cuerpo mientras duermes.
Un día que el agua se encontraba en su elemento, es decir, en el soberbio mar sintió el caprichoso deseo de subir al cielo. Entonces se dirigió al fuego: -Podrías tú ayudarme a subir mas, alto? El fuego aceptó y con su calor, la volvió más ligera que el aire, transfor-mándola en sutil vapor. El vapor subió más y más en el cielo, voló muy alto, hasta los estratos más ligeros y fríos del aire, donde ya el fuego no podía seguirlo. Entonces las partículas de vapor, ateridas de frío, se vieron obligadas a juntarse apretadamente, volviéndose más pesados que el aire y ca-yendo en forma de lluvia. Habían subido al cielo Invadidas de soberbia y fueron inmediatamente puestas en fuga. La tierra sedienta absorbió la lluvia y, de esta forma, el agua estuvo durante mucho, tiempo prisionera del suelo y purgó su pecado con una larga penitencia.
Madrigal de las Altas Torres es una aldea de Castilla a medio camino entre Salamanca y Segovia. Flota en un mar de trigo que embadurna de verde la primavera, dora el estío, el otoño, tiñe de ocre y en el invierno está cubierto de nieve. Es domingo y la plaza está llena de labriegos y cortesanos. Estos vinieron a caballo o en carreta, en compañía de sus damas, y aquellos a pie, al frente de sus rebaños de ovejas. Finalmente, con su dueña tiesa y bigotuda llega la princesita de ojos azules y cabellos rubios, que vive en el castillo que corona el pueblo. Mientras ora ante el altar y cortesanos labriegos la miran orar, tañen las campanas en la torre, en el presbiterio repica la campanilla para la elevación y tintinean las esquilas de las ovejas en la plaza.
De vuelta al castillo la reina madre le pregunta a la dueña:
– ¿En qué sueña mi hija, la princesa Isabel?
– Antes que reina en Castilla la señora fue princesa de Portugal. Yo no sabría decir qué sueñan las princesas cuando todavía no son reinas.
Un Domingo de Resurrección a la salida de misa abordó a Isabel un buhonero judío que se encaminaba a Compostela. En su caja colgada al hombro cargaba telas, encajes, lienzos, dijes y baratijas. Era un anciano tuertero cuya barba grisácea le llegaba al pecho. Y cuando le preguntó la princesa – "¿Qué me queréis, buen hombre?"–, éste se inclinó hasta el suelo y le ofreció una cinta para adornarse el cabello. Era una cinta suave y brillante, de seda carmesí, más hermosa que la banda que llevaba al cinto al arzobispo de Segovia que confiesa a su madre. Pero he aquí que el buhonero le dice a la princesa que la cinta es suya, y esto para que su alteza se acuerde de los pobres judíos cuando sea reina de Castilla. Y como ella le preguntara si acaso los judíos no son ricos, él le replicó que eso sería mientras ella fuera princesa. Cuando se coronara reina los arrojaría de sus tierras a pesar de que entonces les debería mucho dinero y no podría pagarlo.
– ¿Y para qué habré de pedir dinero prestado a los judíos?
– Los reyes son ingratos, princesa.
Los mendigos que toman el sol en el atrio a las puertas de la iglesia y piden limosna por el amor de Dios, suelen cantar bellos romances. El de don Rodrigo que perdió a Toledo, el de la infanta doña Alba, el del Mío Cid camino de Valencia. Aunque le gusta todavía más el que le improvisó aquella mañana, recostado al muro de la iglesia, un moro ciego, casi negro, que tenía una voz grave y melancólica.
– Un día, y no habrán de verlo mis ojos cerrados a la luz del sol desde hace tantos años, un día la reina Isabel y su marido don Fernando...
– ¿Don Fernando, dices? ¿Don Fernando de Aragón?
– Reinará el rey Boadill, llamado el Chico, desde las cumbres de la Sierra Morena hasta las playas del Mediterráneo. En su palacio de la Alhambra, sentado a la morisca en el estrado y sobre un tapiz más vistoso que el arco iris, contemplará las danzas de sus odaliscas y escuchará los cantos de sus cantaoras. Su madre le acariciará los ensortijados cabellos, negros como el carbón, que se le escaparán del turbante. Este tendrá engastada, por el lado del frente, una medialuna de plata cuajada de diamantes.
– ¡Díos mío! ¿Qué son los broncos reyes castellanos vestidos de hierro, ante ese rey moro que dices?
– Ahora oigo el estruendo de los arcabuces. Una nube de caballeros y de infantes cristianos cerca las murallas y soldados levantan tiendas de campaña en la vega de Granada, a las orillas del Genil. Sobre el real listado de rojo y gualda, ondean los pendones de los Reyes Católicos.
– ¿Y cómo lo sabes? –preguntó la princesa. Él respondió que más sabía el diablo por viejo que por diablo y mejor leía un ciego el destino en la escritura luminosa de las estrellas que un vidente en la palma de su propia mano.
– ¿Pero qué dice este hombre? –preguntó Isabel y la dueña le contestó que acaso estaría componiendo un nuevo romance, pero mejor sería volver a casa. Una princesa de Castilla no debe hablar en la calle con mendigos y nigromantes, mayormente si ellos son moros.
Tres eran los pretendientes de Isabel. Primero, el duque de Guyana, hermano del rey de Francia, pero era de miembros tan flacos que parecían deformes y ojos tan débiles y llorosos que lo hacían inepto para toda empresa caballeresca. Eso rezaba un informe secreto de la Cancillería. El segundo era don Alfonso V de Portugal, pariente suyo, pero tan gordo que no había caballo ni mula que lo soportara. Con sus cincuenta y cinco años bien contados podría ser el abuelo, más que el novio de Isabel, que no llegaba a los quince. El tercer pretendiente era don Pedro Girón, favorito del rey, hombre ambicioso y avaro, descendiente de judíos conversos. El primero se la llevaría a Francia, el segundo la retendría en Portugal, y el tercero la encerraría en una torre. Pero Isabel sólo amaba, desde niña, al príncipe don Fernando de Aragón. Al unir sus vidas se confundirían los dos reinos y en el pendón real algún día se estamparía la leyenda "Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando".
Acosada por su medio hermano el rey don Enrique, Isabel huyó una noche del palacio. A caballo y a campo traviesa por las soledades de Castilla, llegó a refugiarse en Madrigal de las Altas Torres y el pueblo en masa salió a recibirla con gallardetes y pendones.
A las puertas del castillo de Valladolid, tiempo después golpeó un fraile descalzo y harapiento que venía de lejos. Al preguntarle la dueña quién era y para qué venía, respondió que eso no importaba. Necesitaba hablar con la princesa.
Conviene recordar que mientras ella andaba en la Corte, antes de huir a Madrigal de las Altas Torres y luego a Valladolid, había muerto su hermano. Poco después llegó al castillo un correo de la Corona, reventando cinchas y desjarretando caballos. Cubierto de polvo y de sudor desde el morrión hasta los espolines, el correo se postró en el patio de armas ante la princesa.
– ¡Don Enrique ha muerto! –le dijo con la voz quebrada–. ¡Viva la reina Isabel!
Más con los ojos de iluminado que con los labios quemados por la fiebre, el fraile descalzo le decía a la sazón a la princesa:
– Desde hace un tiempo vaga por los caminos de Europa, golpeando a las puertas de los poderosos, un hombre alto de cuerpo, rubicundo, pecoso, de ojos encandilados por una extraña quimera. Este hombre que digo es dueño de un secreto que desempolvó en pergaminos italianos y conoció de labios de marinos portugueses. Cuando pasó una noche en el convento de La Rábida a donde llegó a pedir posada por el amor de Dios, le dijo al prior: Puesto que la tierra es redonda, si contorneamos el mar Tenebroso en dirección al poniente, por fuerza hemos de llegar al fabuloso reino de las especies.
La princesa le escuchaba embobada. Pero lo más extraordinario del caso era que aquella misma noche Cristóbal Colón, que así se llamaba el hombre, soñó que una reina de Castilla apretaría en el puño todas las villas y reinos de la península, desterraría a los judíos, arrojaría a los moros de Granada y lo escucharía cuando llegara a verla.
– ¿Es cierto lo que dices?
– No es sino un sueño –respondió el fraile– pero Dios habló a Jacob en un sueño y le prometió la tierra donde nacería el Cristo.
No se sorprendió, pues, cuando en medio de una polvareda llegó a Valladolid una embajada de nobles caballeros para conducirla a Segovia.
– Cuando queráis. Estoy presta –les dijo al poner el pie en el estribo.
Y más tarde, al sentir en la catedral de Segovia que la corona de Castilla le ceñía las sienes y ante ella se prosternaban duques y arzobispos, no pudo menos de recordar la cinta del buhonero judío, el romance del mendigo ciego y el misterioso sueño de Colón que le había relatado el fraile. Ella ya no soñaba. Así como unos vienen a este mundo para morir sin haber vivido, ella había nacido para reinar y para plantar en las remotas playas del Nuevo Mundo el pendón rojo y gualda de Castilla: "Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando".
Antes de que hubiera día en el mundo, se reunieron los dioses en Teotihuacan.
-¿Quién alumbrará al mundo?- preguntaron.
Un dios arrogante que se llamaba Tecuciztécatl, dijo: -Yo me encargaré de alumbrar al mundo.
Después los dioses preguntaron: -¿Y quién más? -Se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquel oficio.
-Sé tú el otro que alumbre -le dijeron a Nanahuatzin, que era un dios feo, humilde y callado. y él obedeció de buena voluntad.
Luego los dos comenzaron a hacer penitencia para llegar puros al sacrificio. Después de cuatro días, los dioses se reunieron alrededor del fuego.
Iban a presenciar el sacrificio de Tecuciztécatl y Nanahuatzin. entonces dijeron:
-¡Ea pues, Tecuciztécatl! ¡Entra tú en el fuego! y Él hizo el intento de echarse, pero le dio miedo y no se atrevió. Cuatro veces probó, pero no pudo arrojarse
Luego los dioses dijeron: -¡Ea pues Nanahuatzin! ¡Ahora prueba tú! -Y este dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego. Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había echado al fuego, se avergonzó de su cobardía y también se aventó.
Después los dioses miraron hacia el Este y dijeron: -Por ahí aparecerá Nanahuatzin Hecho Sol-. Y fue cierto.
Nadie lo podía mirar porque lastimaba los ojos. Resplandecía y derramaba rayos por dondequiera. Después apareció Tecuciztécatl hecho Luna.
En el mismo orden en que entraron en el fuego, los dioses aparecieron por el cielo hechos Sol y Luna.
Javito, te tengo una sorpresa. El chiquito miró al sacerdote con su habitual cortedad.
¿Una sorpresa, padre Rolo? - articuló apenas.
Vas a cantar el solo de Noche de Paz en el recital de Nochebuena.
¿El solo, padre? -exclamó alarmado el pequeño.
Sí, porque tienes una hermosa voz y a Jesús le va a gustar que cantes en su honor.
Pero padre... - suplicó Javito mirando el piso.
Nada de peros, yo confío en ti y no me puedes fallar. Vamos a empezar a ensayar hoy mismo, enseguida después de comer. Por ahora tú y yo solos, más adelante vamos a hacerlo con el coro. ¿Te espero?
Tá bien... - contestó Javito resignado.
No me digas que no estás contento.
Y... padre, me da un poco de miedo... - No te me achiques, ¿eh?, es hora de que comiences a cantar como solista. En la Nochebuena los vas a emocionar a todos.
Javito tenía ocho años, pero parecía de seis por lo menudito y frágil. Morochito de enormes ojos negros y mirada infinitamente triste, era el más pequeño de ocho hermanos que vivían en una casilla de dos habitaciones en el sector más pobre del barrio. Su madre trabajaba de la mañana a la noche atendiendo como doméstica a varias familias del barrio más exclusivo de la ciudad, a veces hasta los sábados y domingos, por lo cual la pobre mujer no estaba casi nunca en casa.
El padre, un desocupado de la construcción con inclinaciones alcohólicas, los había abandonado hacía más de un año, luego de una feroz pelea con su mujer por la causa de siempre: la falta de dinero. Javito era el único de la familia que lo extrañaba. Es que a pesar del horrible recuerdo de sus borracheras y otros lamentables defectos, cuando el hombre tuvo trabajo y supo mantenerse alejado de la bebida había sido cariñoso con él.
Recordaba aquel 9 de julio en que su papá lo llevó al desfile y lo subió sobre sus hombros para que pudiera ver mejor a los soldados. ¡Qué feliz se había sentido en ese momento! Nunca había olvidado ese regalo (quizás el único) recibido de su padre. Aún lo esperaba todas las noches, atento al menor sonido de pasos, hasta que se dormía en la camita que compartía con uno de sus hermanos.
La madre, más por ignorancia e impotencia que por desamor, había ido dejando en el abandono a esos pobres chicos, quienes por orden de edad y obedeciendo a esas extrañas jerarquías que se establecen espontáneamente en las familias marginales, se cuidaban como podían unos a otros. Los mayores ya habían tenido problemas con la policía. Una de las nenas, Magda, había sido abusada a los once años por un vecino y desde entonces padecía un estado de ensimismamiento patológico del cual trataba de rehabilitarla el padre Rolo con la ayuda de una psicóloga del Obispado.
En ocasiones alguno de los ocho hermanos no volvía por varios días a la casilla, y la madre ni se enteraba, y si se enteraba no se atrevía a preguntarle dónde había estado.
Javito tuvo la suerte de quedar bajo la protección del padre Rolo, quien además de alimentarlo y cuidarle la salud, trataba de educarlo como mejor podía. El padre Rolo había regresado de Bolivia para hacerse cargo de esa pequeña capilla y su paupérrima comunidad. Desde hacía ya dos años alimentaba y educaba a unos treinta chicos de los alrededores. Músico de alma, el cura consiguió en donación un pequeño órgano electrónico y formó un coro con los chicos del lugar, seleccionados por su buen oído musical.
Al comienzo el padre Rolo no se había dado cuenta de las cualidades vocales de Javito. Tímido, retraído, vergonzoso en extremo, como suelen serlo los hijos de la miseria a quienes les ha faltado el amor y el buen trato en sus primeros años de vida, Javito cantaba a media voz, como escondiéndose en la masa vocal del conjunto. Pero un día el pequeño sin quererlo se había destapado. Ensayaban el Ave María de Schubert y Javito se sintió de pronto tan arrebatadamente transportado por la belleza de esa melodía, que el caudal de su voz desbordó los diques de su apocamiento y comenzó a elevarse poco a poco por sobre el coro hasta que sobresalió con una potencia y calidez sobrecogedora.
El padre Rolo quedó asombrado y admirado: Javito se revelaba poseedor de una voz y una sensibilidad sublimes, su cadencia parecía el sonido de un violín virtuosamente ejecutado, un verdadero regalo de Dios a esa pobre criatura tan carente de todo.
Primero ensayaron solos. Después lo hicieron con el coro. Javito se fue entusiasmando y su timbre de soprano alcanzó gradualmente mayor sonoridad y firmeza. A medida que se acercaba la Nochebuena los Villancicos iban saliendo cada vez mejor. Pero ¡ah! Noche de Paz, que iba a ser la coronación del recital y que cantaba íntegramente Javito con el acompañamiento del coro, era un torrente de armonía que se elevaba de la tierra al cielo como un himno al nacimiento del Salvador: "Noche de Paz, Noche de amor / Ha nacido el niño Dios / en un humilde portal de Belén / Sueña un futuro de amor y de fe / Viene a traernos la paz / Viene a traernos la paz".
Al finalizar cada ensayo el padre Rolo se levantaba del órgano y lo abrazaba y los chicos del coro aplaudían, demostraciones de aprobación que hacían sonreír a Javito. Un día, en un gesto insospechado, Javito le comunicó la noticia a su madre y le pidió que fuera a escucharlo en Nochebuena. - ¿Y desde cuándo cantas tú? - le preguntó la madre sin prestarle demasiada atención, pues estaba atareada sacándole las liendres a una de sus hijas.
¿No sabes que estoy en el coro?
Sí, ya sé, pero de ahí a cantar solo. La hermana terció con tono despreciativo y burlón:
Pero mamá, qué va a cantar, ¿tú le haces caso a éste?
El padre Rolo dice que canto bien...
Bueno, bueno, ahora déjame que estoy muy ocupada - rezongó la madre.
¿Pero vas a venir al recital?
¿Cuándo, el 24?
Si, a las nueve de la noche...
Ni loca - dijo la mujer mientras tironeaba con el peine de acero el pelo de la hija que se quejaba dolorida - ¡No chilles, Mary, aguantátela! Mira, acá te saqué dos liendres, ¡qué porquería! No nene, no me pidas que vaya el 24 porque tengo que estar en la casa de los Antúnez para preparar y servir la cena de Nochebuena.
Al día siguiente el padre Rolo notó a Javito reservado y triste. Lo llevó aparte, lo convidó con una gaseosa y le preguntó qué le sucedía. Tras muchos rodeos y negativas, Javito terminó por sincerarse:
Es que mi mamá no puede venir al recital porque tiene que trabajar.
¿Ah, sí? Qué macana ¿no?
¿Sabe, padre? Yo había pensado que sería lindo que vinieran a escucharme mi mamá y mi papá, y también mis hermanos. Pero mamá no puede y papá, qué se yo por dónde anda. Porque si él se enterara, seguro que vendría. El chiquito quedó callado mirando el piso. Sus ojos se habían puesto brillantes y se notaba que estaba conteniendo el llanto.
Mira, Javito - titubeó el sacerdote con intención de consolarlo - Jesús debe de estar muy contento porque tu le vas a cantar el villancico en la noche de su Nacimiento. Eso es lo más importante. Si tus padres no pueden venir... paciencia. Tu mamá, pobre, tiene que trabajar.
Sí, pero ¿y papá? Hace mucho que no lo veo, desde antes de la Navidad pasada.
Bueno, pero si tuviéramos alguna forma de avisarle.
Yo no sé dónde está. En casa nadie habla de él y yo no me animo a preguntar.
Mira Javito, tienes que confiar en Dios. No te pongas triste. A tu mamá tienes que comprenderla. En cuanto a tu papá no sé, tal vez no esté en la ciudad.
Yo tenía pensado - dijo Javito bajando la mirada
¿Qué, Javito?
¿Si le pido a la Virgen un milagro de Nochebuena?
Ajá... - dijo el sacerdote confundido - ¿y qué le querrías pedir?
Que el 24 estén en la capilla papá y mamá. ¿Está bien eso, padre? El padre Rolo se sintió conmovido por la fe y la humildad de ese pobre chico que consideraba como un milagro el hecho, tan común y tan normal para muchos otros chicos, de que su familia estuviera reunida junto a él en una Nochebuena. Le dijo que sí, que rezara todas las noches, que la Madre de Jesús seguramente lo iba a escuchar. El sacerdote se quedó todo el día pensativo y preocupado.
Esa noche se le fue el sueño. Finalmente se dijo: "Bueno, hombre de poca fe, ¿por qué en vez de dudar y de lamentar por anticipado la desilusión de Javito no la ayudas a la Virgen para que ese milagro se realice?".
Cuando faltaban cinco días para la Nochebuena el padre Rolo se llegó hasta la casa de Javito y trató de convencer a su madre de que el 24 fuera a escuchar a su hijo. Le contó lo bien que cantaba Javito y trató de hacerle entender lo importante que sería para el niño contar con el apoyo de su familia. La pobre mujer escuchó con respeto al cura y hasta sonrió con cierto aire de orgullo cuando éste le describió la calidad de la voz del pequeño y le señaló las posibilidades que tenía de dedicarse al canto cuando fuera mayor, siempre, claro, que estudiara y recibiera los estímulos indispensables. Sin embargo la señora le aseguró que era imposible dejar esa noche el trabajo.
Cuando el padre Rolo le preguntó por el paradero del marido, la mujer se puso muy tensa y le respondió enojada que no sabía nada de ese sinvergüenza y que no quería ni enterarse de por dónde andaba. Pero como el padre Rolo insistió y a ella le pareció incorrecto mentirle a un cura, terminó por confiarle ruborizada que su marido estaba preso, purgando una condena por robo, y que ella había preferido no decirle nada a sus hijos.
Llegó el 24. Javito, animoso y muy activo, estuvo todo el día en la capilla ayudando al padre Rolo en los preparativos. A eso de las ocho y media comenzaron a llegar los vecinos. Poco antes de las nueve todos los chicos estaban formados sobre una tarima escalonada junto al órgano. La gente los miraba casi con devoción: bien peinaditos, seriecitos y con unas largas túnicas blancas, parecían angelitos. La capilla había sido adornada con flores, cirios y un pesebre con grandes figuras. Se percibía la presencia del espíritu de la Navidad, listo para confortar las almas de aquellos seres desdichados.
Cuando eran las nueve pasadas el padre tomó la palabra y habló acerca de la Navidad y su profunda significación cristiana. Exaltó la importancia de la familia y habló de la necesidad de amar y alentar a los niños para que se desarrollen sin resentimientos ni temores. Les recordó que Jesús había nacido en un miserable establo, pobre de toda pobreza, y que sin embargo tuvo padres que lo amaron y lo protegieron hasta que fue mayor y pudo cumplir su grandiosa Misión.
Concluido el sermón, anunció la presentación del coro y enumeró los villancicos que se iban a ejecutar. Nombró a todos los integrantes del coro y mencionó especialmente a Javito como solista final del concierto.
Los pequeños cantores esperaban nerviosos el momento de iniciar el concierto.
Javito buscaba continuamente a alguien entre el público. Descubrió con alegría a Magda en la primera fila. En eso varias personas recién llegadas avanzaron por el pasillo central para instalarse en los pocos asientos vacíos que quedaban en las primeras filas.
¡Padre, mire! susurró emocionado Javito señalando con los ojos a los recién llegados. El padre Rolo sonrió satisfecho. Allí estaba la madre de Javito acompañada por tres forasteros: una mujer joven muy elegante, un señor de aspecto distinguido y un adolescente que lucía un arito y largos cabellos rubios, todos ellos bien vestidos y de aspecto desenvuelto. Javito, sonriente, saludó a su mamá con la mano.
Comenzaron los villancicos. El público disfrutaba y aplaudía con entusiasmo cada ejecución. El espíritu de la Navidad ya había ganado todos los corazones. Cuando ya llegaban al final y se acercaba el momento de Noche de Paz, el padre Rolo hizo una pausa con el propósito de demorar esta última interpretación. Le habló al público acerca del origen de esta bella canción alemana compuesta por Franz Grüber y se extendió sobre la tradición popular de los villancicos navideños.
Echó algunas miradas ansiosas hacia la entrada de la capilla, como si esperara algo. Y ese algo se produjo por fin: ingresaron tres personas, un hombre canoso y flaco que avanzó tímidamente en dirección del Altar buscando un asiento desocupado, acompañado por dos señores que se quedaron parados junto a la entrada.
¡Padre Rolo! exclamó Javito jubiloso al reconocer al visitante ¡Vino mi papá!
El sacerdote sonrió aliviado, su amigo el juez de menores no le había fallado.
Anda a saludarlo, lo animó el sacerdote. Javito ni lo pensó, saltó de la tarima y corrió al encuentro de su padre quien se arrodilló y lo abrazó con ternura.
¡Papito, viniste, viniste! repetía sin soltarle el cuello a su padre.
¿Cómo no iba a venir a escucharte? - dijo emocionado el hombre - pero ahora vuelve a tu lugar que tienes que cantar.
Javito volvió corriendo a su tarima acompañado del ruidoso aplauso de toda la concurrencia que había observado la emotiva escena. Comenzó Noche de Paz.
Javito cantó con toda la alegría de su corazón, parecía una criatura etérea que se elevaba hacia el Altísimo con la cadencia de su hermosa voz. Cantó maravillosamente, pensando en la Virgen que lo había escuchado. El público lloraba de emoción, y su papá y mamá, desde distintos lugares, lo miraban conmovidos por esa armonía celestial que les regalaba su hijo y que hacía estremecer hasta a las imágenes del altar.
Los patrones de la mamá, que, a pedido del padre Rolo, habían decidido generosamente llevarla en su automóvil y asistir también ellos al recital, y los policías que habían acompañado al presidiario, se sintieron poseídos por el espíritu de la Navidad y hermanados con todas aquellas personas sencillas, desheredadas, sufrientes y olvidadas de la sociedad, que se habían reunido en esa pequeña capilla para celebrar el nacimiento del más pobre y humilde de todos los niños del mundo.
Los Cuentos transmitidos de generación en generación han cumplido en todas las sociedades, las africanas incluidas, diversas funciones. Una de ellas, es el inculcar desde muy jóvenes, a los niños los valores de la comunidad. No es extraño, por esta razón, encontrar las narraciones de los cuentos muy conservadoras e inmovilistas. Un claro ejemplo de este intento transmitido en algunos cuentos podemos verlo en el Cuento del Solterón. Los cuentos reforzaban una moral social, explicando las reglas que rigen la vida de la comunidad y sus valores (el protagonista es recompensado o castigado según sus méritos).
Otro papel importante de los cuentos ha sido el de su carácter pedagógico e instrumento de aprendizaje para los más pequeños. En algunas sociedades africanas era costumbre no comunicar nuevos conocimientos a un niño antes de haberle contado un cuento o haberle propuesto una adivinanza, para según cuales fueran las reacciones del niño juzgar si el nivel intelectual del niño era suficiente para recibir nuevos conocimientos y avanzar en su aprendizaje. Para la mejor comprensión de las lecciones sobre las cosas que eran objeto de enseñanza se recurre en los cuentos a cosas del entorno natural (fauna, flora, entorno geográfico, ...) que es más fácil de ser retenido por el niño.
En cambio, los mitos y leyendas han servido para explicar lo desconocido, el origen de una sociedad, su historia, ... dando cohesión a una comunidad.
Se estima que en Africa existen más de 250.000 mitos, leyendas y cuentos populares. La mayoría son transmitidos mediante relatos en prosa, y suelen ser del mismo género (intrigas) y contenidos similares (peripecias de personajes y objetos) a los que se encuentran en otras esferas culturales del Mundo Antiguo, lo que parece demostrar las inter-relaciones entre culturas diversas y distantes.
Entre los mitos más célebres transcritos por los etnólogos figuran los que componen la mitología Dogón en la que se explican las diferentes manifestaciones de la naturaleza (antropología, botánica, zoología, geología, astronomía, anatomía y fisiología), así como los fenómenos sociales (estructuras sociales, religiosas y políticas, tecnicas, artísticas, económicas, etc.).