El albañil
El albañil
Autor: Washington Irving.
El albañil
Hace ya muchos años, muchos años, vivía en Granada un pobre albañil, tan buen creyente, que guardaba fielmente todos los preceptos. Pero su fe estaba constantemente sometida a prueba, pues todos sus esfuerzos por conseguir trabajo resultaban inútiles y cada día era mayor la pobreza que reinaba en su casa y mayor el hambre que pasaba su numerosa familia.
Lo mismo el pobre albañil que su esposa sufrían lo indecible por esa situación, no sólo por ellos mismos, sino principalmente por los hijos. Y el hombre se pasaba muchas horas en vela, discurriendo la forma de conseguir trabajo.
Una noche, cuando por fin había logrado conciliar el sueño, despertó sobresaltada al oír que alguien golpeaba con fuerza la puerta de la mísera casucha en la que vivía. Encendió una vela - la última que les quedaba en la casa - y corrió a abrir.
- ¿Quién podrá ser, a esas horas? -se preguntaba-. Ninguna buena noticia, por supuesto. ¡Hace tiempo que nadie me ha dado ninguna!
Pero cuando abrió la puerta, su mal humor se transformó en asombro. A su vista apareció la figura de un caballero alto, flaco y de aspecto demacrado, al que la temblona luz de la vela daba una apariencia fantasmal y que se envolvía en una amplia capa.
- Vengo en tu busca, buen hombre -le dijo el desconocido-. Sé que eres un buen creyente y eso me hace suponer que eres de fiar. ¿Quieres efectuar esa misma noche una tarea que no admite demora?
- Desde luego, caballero, desde luego -respondió el albañil, sin dudar lo más mínimo-. Trabajo es lo único que deseo y todas las horas son buenas para el que no conoce la pereza. Pero, naturalmente, tendréis que pagarme como corresponda.
- Así será. Y no tendrás queja de mí, estoy seguro. Pero impongo una condición -respondió el caballero.
- ¿Cuál, señor?
- Como que el asunto es algo secreto, me permitirás que te vende los ojos.
El albañil no puso ningún reparo a esa condición, pues lo único que a él le importaba era ganar algún dinero. Y así, en cuanto el caballero le hubo vendado los ojos con un pañuelo que ya llevaba preparado, dejóse conducir dócilmente por una serie de callejuelas tortuosas. Anduvieron durante largo rato hasta que, por fin, se detuvieron y oyó claramente cómo el caballero metía una llave en la cerradura de una puerta que, por el ruido, que hizo al abrirse, sin duda era muy pesada. Traspuesto el umbral, oyó correr el cerrojo a sus espaldas y, finalmente, recorrieron un largo pasillo.
Por fin, el caballero le quitó la venda de los ojos y entonces el albañil advirtió que se encontraban en una espaciosa sala interior, que daba a un patio, apenas iluminado por el débil resplandor de la luna.
El hombre experimentó un escalofrío. Pero se sobrepuso al escuchar la voz del caballero:
-Tu trabajo consistirá en hacer una pequeña bóveda, bajo la taza de esa fuente morisca que hay en el centro del patio. Y conviene que procures terminarla hoy mismo.
- Lo intentaré, señor -contestó el albañil, disponiéndose a empezar el trabajo sin perder un minuto.
- Ahí, junto a la fuente, encontrarás ladrillos, y todas las herramientas que puedas necesitar.
Nuestro hombre trabajó incansable durante largas horas, pero pronto se convenció de que era completamente imposible terminarla, pues requería más tiempo del que a primera vista parecía. Así mismo lo comprendió el caballero, y antes de rayar el alba le llamó, poniéndole una moneda de oro en la palma de la mano.
- Ya basta por hoy. Esa moneda es en pago del trabajo realizado. ¿Estás conforme en volver mañana por la noche, para terminar tu obra?
- ¡Desde luego, señor! Siempre que el pago sea el mismo...
- Lo será -afirmó el caballero.
Y vendándole de nuevo los ojos le llevó hasta la puerta de su casa.
Durante todo el camino el albañil no dejó de acariciar la moneda de oro que había recibido en pago de su trabajo. Estaba contentísimo, imaginando la sorpresa de su mujer y al pensar que durante algunos días, por lo menos, sus hijos dejarían de pasar hambre.
- Hasta mañana, a medianoche - le dijo el caballero, al despedirse, y antes de perderse en la semioscuridad del amanecer.
Todo el día lo pasaron el albañil y su mujer, discurriendo quién podía ser aquel caballero y a qué fin destinaba la bóveda que le había encargado. Pero de esas preocupaciones no participaban sus hijos. No sólo porque el albañil, discreto, sólo a su mujer le contó la extraña aventura, sino también porque bastante ocupados estaban los chiquillos comiendo cuanto pan y tocino querían, con lo cual se desquitaban del hambre de muchas semanas. A medianoche, cuando toda la ciudad dormía, de nuevo sonaron unos golpes en la puerta del albañil. Y nuestro hombre se apresuró a abrir y esta vez no sintió temor alguno a la vista de la figura alta y enjuta del caballero.
Por el contrario, pensando en la moneda de oro que también aquella noche recibiría en pago de su trabajo, se dejó vendar los ojos y con gran contento siguió al misterioso caballero por calles que, debido sin duda a su estado de ánimo, le parecieron menos tortuosas que el día anterior.
Aún faltaban más de dos horas para el amanecer, cuando nuestro hombre puso término a su trabajo.
- Muy bien -dijo el caballero-. Ahora tienes que ayudarme a meter en esa bóveda unos bultos que tengo escondidos tras unas columnas. Al albañil se le erizaron los cabellos, temiendo que los bultos de los que el caballero hablaba, pudieran ser algo delictivo, y el escalofrío que le recorrió el cuerpo le hizo temblar de tal modo que, por unos momentos, fue incapaz de hacer el menor movimiento.
- ¡Vamos, date prisa! -gritó el caballero.
Aquellas palabras impacientes le devolvieron a la realidad. Y haciendo un esfuerzo, siguió al caballero hasta una cámara algo apartada, pero temiendo encontrarse, de un momento a otro, frente a algún horrible espectáculo.
¡Qué alivio experimentó cuando, ocultos tras unas columnas, advirtió cuatro grandes odres que, al parecer, contenían dinero.
Ya tranquilizado, unió sus esfuerzos a los del caballero y por fin pudieron arrastrarlos hasta la bóveda.
- Ahora cierra ese nicho de forma que nadie pueda imaginar lo que oculta.
El albañil, que era muy diestro, restauró con tanta maestría el pavimento, que nadie hubiera podido suponer la obra que allí se había realizado, por lo cual el caballero se mostró satisfechísimo y le entregó, no una, sino dos monedas de oro.
Seguidamente le vendó de nuevo los ojos, conduciéndole esta vez por un camino distinto al de las otras veces. Subieron y bajaron por callejuelas tortuosas y empinadas, y por pasadizos que parecían no tener fin. Cuando se detuvieron, el caballero no le quitó la venda, sino que, por el contrario, le dijo:
- Espera aquí sin moverte un paso, mientras no oigas tocar a maitines la campana de la catedral. Sólo entonces podrás destaparte los ojos y regresar a tu casa. Si no me obedeces, grandes desgracias caerán sobre tu familia y tu propia persona. Y partió.
Ni por un segundo sintió nuestro hombre la tentación de desobedecer a quien tan generosamente le había pagado. El tiempo que tuvo que esperar antes de oír las campanas de la catedral se le hizo corto, porque se distrajo sopesando las monedas que acababa de recibir y haciéndolas tintinear la una contra la otra, Pero cuando por fin oyó el tañido de la campana, se arrancó de un tirón la venda y miró a su alrededor para orientarse. Estaba junto al río Genil y le fue fácil llegar rápidamente a su casa, donde su mujer le esperaba con la impaciencia que es de suponer.
Durante quince días la familia fue completamente feliz, pudiendo comer cuanto les apetecía. Pero, pasado ese tiempo, el albañil se encontró tan pobre como antes y con las mismas dificultades para encontrar quien le encargara trabajo, con lo cual de nuevo cayó en la más negra melancolía, a pesar de los esfuerzos de la esposa por alentarle y darle ánimos.
- Ya verás -le decía, animosa-. Ya verás cómo algún día cambia tu suerte. Somos buenos y tú eres honrado y trabajador, ¡no es posible que la desgracia nos persiga indefinidamente!. ¡Quién sabe!... A veces suceden cosas extraordinarias y Dios nunca abandona a los que, como nosotros, confían en El y guardan sus preceptos.
- Sí, mujer, lo sé -contestaba el pobre hombre-. También yo espero que algún día cambie nuestra suerte y consiga trabajo abundante y bien pagado, a fin de poder alimentamos a ti y a nuestros hijos. Pero, entretanto, ¿cómo quieres que no esté triste, viendo cómo los niños apenas si pueden hacer una mala comida al día... ?
Y así pasaron algunos meses.
Hasta que, una tarde, estaba el pobre albañil sentado frente a la puerta de su casucha, meditabundo y abatido como de costumbre, con la cabeza apoyada en las manos, reflexionando en busca de alguna solución que le permitiera salir de apuros de una vez para siempre, cuando una tosecilla discreta y unos pasos que se detenían junto a él le sacaron de sus meditaciones.
Levantó la vista y vio ante sí a un anciano. Le reconoció al instante. Era uno de los hombres más ricos, pero también más avaros de la ciudad, un hombre que había amasado su fortuna aprovechándose de la necesidad de los pobres, llegando a convertirse en propietario de muchas casas, a cuyos inquilinos explotaba de un modo tacaño y miserable.
El albañil le miró interrogante y el acaudalado anciano, con voz chillona y desagradable, dijo:
- Buenas tardes, buen hombre.
- Buenas tardes, señor -contestó el albañil-. ¿En qué puedo serviros?
«Quizá me encargue algún trabajo -pensaba-. Si es así, me pagará muy poco, lo sé, pero aunque así sea, tendré que aceptar, siendo tan grande como es mi pobreza.»
El anciano avaro, como si adivinara sus pensamientos, contestó:
- Me han dicho que eres muy pobre.
- En efecto, señor. No puedo negarlo, a la vista está.
- Y también me han dicho que, sin embargo, eres un buen albañil que sabe hacer excelentes trabajos -prosiguió el anciano.
- No os han engañado, señor. Mi pobreza me obliga a trabajar más barato que ningún otro albañil de Granada. Sin embargo, sin falsa modestia, he de deciros que me siento capaz de hacer el mismo o mejor trabajo que cualquier otro. Pero no tengo suerte...
- Bien, bien -le interrumpió el anciano que, como todos los avaros, sólo se interesaba por las desgracias de los demás para aprovecharlas en beneficio propio, pero huía de oír lamentaciones-. Supongo que te agradará que te encargue algunas reparaciones y me las cobrarás baratas.