ES NUESTRO PADRE Y DESEA SER INVOCADO POR NOSOTROS COMO “PAPÁ”.
Podemos entrever cierta analogía entre las dos lecturas sobre las que estamos meditando. Por un lado, Pablo nos invita a vivir según el Espíritu, a superar el espíritu de esclavos, a vivir en la libertad que nos ha dado el Espíritu, a gritar: “Abba”, cuando hablemos con Dios. En efecto, nos consideramos —“y lo somos realmente”— hijos de Dios (cf 1 Jn 3,1). Por otro lado, Jesús nos da ejemplo de cómo vivir como hijos, de cómo manifestar nuestra verdadera libertad, de cómo tender a una curación perfecta confiando totalmente en la ayuda de Dios.
Comparando esta doble, aunque unitaria, enseñanza con nuestra vida, con la experiencia de todos los días, no podemos dejar de sentirnos provocados a realizar un examen de conciencia, una confrontación entre el ideal y la realidad de nuestra vida, entre la nueva ley del Espíritu que da la vida y las opciones diarias que a menudo dejan bastante que desear. Esa confrontación si, por una parte, nos conduce a constatar la gran distancia que media entre nuestro ser libres con la libertad de los hijos de Dios y nuestro hacernos esclavos de algunos “amos” que consiguen ejercer derechos sobre nosotros, por otra no puede dejar de desembocar en un sentimiento de gratitud y de estupor, por el simple hecho de que frente a nuestra debilidad y nuestra impotencia para vivir como verdaderos hijos de Dios se yergue siempre el amor misericordioso de aquel que es nuestro Padre y desea ser invocado por nosotros como “papá”.
Al querer actualizar este discurso, acude de una manera espontánea a nuestra mente advertir que el mundo en el que hoy vivimos espera con impaciencia, sobre todo de los cristianos, un testimonio vigoroso sobre la verdadera libertad, que marca a toda persona humana consciente de su dignidad, antes aún de caracterizar a cada cristiano.