Anda, date a volar, hazte una abeja, En el jardín florecen amapolas, Y el néctar fino colma las corolas; Mañana el alma tuya estará vieja.
Anda, suelta a volar, hazte paloma, Recorre el bosque y picotea granos, Come migajas en distintas manos La pulpa muerde de fragante poma.
Anda, date a volar, sé golondrina, Busca la playa de los soles de oro, Gusta la primavera y su tesoro, La primavera es única y divina.
Mueres de sed: no he de oprimirte tanto... Anda, camina por el mundo, sabe; Dispuesta sobre el mar está tu nave: Date a bogar hacia el mejor encanto.
Corre, camina más, es poco aquéllo... Aún quedan cosas que tu mano anhela, Corre, camina, gira, sube y vuela: Gústalo todo porque todo es bello.
Echa a volar... mi amor no te detiene, ¡Cómo te entiendo, Bien, cómo te entiendo! Llore mi vida... el corazón se apene... Date a volar, Amor, yo te comprendo.
Callada el alma... el corazón partido, Suelto tus alas... ve... pero te espero. ¿Cómo traerás el corazón, viajero? Tendré piedad de un corazón vencido.
Para que tanta sed bebiendo cures Hay numerosas sendas para tí... Pero se hace la noche; no te apures... Todas traen a mí...
Me instalo frente a ti, miro tus ojos y vigilo el espacio donde tu voz me busca. Me estremece el dolor del encuentro imprevisto, la sed con que te acercas al borde de mi sombra, el hueco que descubres en la luz de mi espejo. La soledad me arropa. Sólo en la noche existo. Y nunca me detengo sobre el mismo minuto en el que tú te apoyas para seguir llamándome. Suéñame de otro modo. Sacude el saco triste del idioma heredado. Cuéntale a las palabras las historias oscuras que sólo tú conoces; diles cómo te asusta mi presencia y mi odio, cuánta muerte te cuesta acariciar mi huida. A veces, en el centro mismo de tu pregunta, me reconozco y corro hacia otra oscuridad: es amargo encontrar al final de un abrazo mi propio grito erguido y mi propio deseo. Por eso me divido, me desdoblo y me hundo en heridas distintas: me da miedo encontrarte. Tu sonido es el mío. Tu tristeza, tus ropas saben a mí, y me escuece el recuerdo adherido al tiempo conciliado, al tiempo único en que la conjunción habitó nuestras sangres.