Señor, en el silencio de este día que comienza, vengo a pedirte la paz, la prudencia, la fuerza.
Hoy quiero mirar el mundo con ojos llenos de amor, ser paciente, comprensivo, dulce y prudente.
Ver por encima de las apariencias, a tus hijos como Tú mismo los ves, y así no ver más que el bien en cada uno de ellos.
Cierra mis oídos a toda calumnia, guarda mi lengua de toda maldad, que sólo los pensamientos caritativos permanezcan en mi espíritu, que sea benévolo y alegre, que todos los que se acerquen a mí sientan su presencia.
Revísteme de Ti, Señor, y que a lo largo de este día yo te irradie.
Señor, tú nos has creado para tu gloria, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ella. Ayúdame, pues, a poner el primado de la escucha de tu Palabra en mis jornadas. Permite a mi boca y a mi corazón el silencio necesario, para que comprenda, medite y acoja plenamente la Palabra. Concédeme las energías de tu Espíritu Santo, para que observe yo tu Palabra hasta transformarla en vida.
Y que de este modo sea tu vida, Señor Jesús, la que me revista por dentro, para que aprenda a amar como tú, sin discriminar a nadie. Que germine en mí la «nueva criatura» y promueva a mí alrededor criaturas nuevas. Que no sean el pobre o el rico, el palestino o el indio, el congoleño o el alemán, el hombre o la mujer, el objeto de mi interés, sino sólo el hombre -sea varón o hembra-, que sólo la criatura amada por ti sea objeto de mi interés invadido por tu modo de ser, que es amor.
Tú, que quieres que venzamos el mal con el bien y que oremos por quienes nos persiguen, apiádate, Señor, de mis enemigos y de mí y condúcenos a tu celestial Reino. Tú, que agradeces las oraciones de tus siervos, que pidamos unos por otros, recuerda tu gran benevolencia y apiádate de nosotros, Señor, de quienes tenemos presentes a los demás en nuestras oraciones, ellos en las suyas y yo en las mías. Tú, que ves la buena voluntad y las obras buenas, recuerda, Señor, a quienes por cualquier razón, por pequeña que sea, no dedican tiempo a la oración. Apiádate de quienes padecen extrema necesidad, socórrelos, Señor. Apiádate de nosotros, de ellos y de mí, Piedad.
Recuerda, Señor, a los niños, a los adultos y a los jóvenes, a los ancianos y a los venerables, a los hambrientos, a los sedientos y a los desnudos, a los prisioneros y a los extranjeros, a los que no tienen ni amigos ni sepulturas, a los delicados ya los enfermos, a los posesos, a los propensos al suicidio, a los atormentados, a los desesperados y a los confusos, a los débiles, a los afligidos y a los apesadumbrados, a los condenados a muerte, a los huérfanos, a las viudas, a los vagabundos, a las parturientas y a los niños de pecho, a los que se arrastran esclavizados en las minas, en las cárceles o en soledad (Lancelot Andrewes, en Lepreghiere deii’umanita, Brescia 1993).
Eran tiempos difíciles, marcados por dudas y angustias, y muchas voces se disputaban mi corazón. Contaba mis talentos y mis infinitas posibilidades. La vida me había dado mucho y me prometía mucho. ¡Pides demasiado, Señor!
Sin embargo, desde hacía tiempo, una voz inconfundible robaba espacios a mi vida, una voz delicada, pero imposible de detener, repetía claramente su llamada: «Te he llamado por tu nombre». ¡Mira hacia otra parte, Señor!
Te he pensado como único, te he querido irrepetible, te he amado desde siempre, te he enriquecido con dones específicos e indispensables para la misión que te quiero confiar ¡Todavía no, Señor!
Con todo, no he nacido para molestar, ni puedo pasar por este mundo sin ser notado. Debo ser y llegar a ser, como Cristo, señal para llevar a cabo la misión apremiante del Padre. ¡Aquí estoy, Señor!
Abre, Padre, mi corazón a la luz de tu verdad. Que yo no tenga miedo de dejarla penetrar en mí para reconocer todo el bien que puedo poner a tu servicio y al del prójimo. Que la franqueza y la sinceridad marquen mi pensamiento y mi acción, a fin de que no caiga en la hipocresía disfrazándome de justicia y de perfección, hasta creerme, yo mismo, justo y santo.
Padre, concédenos a mí y a toda tu Iglesia tu Espíritu de verdad, a fin de que la fe produzca realmente obras de caridad y se realice sugestivamente ante el mundo aquella libertad que Cristo nos dio “para que permanezcamos libres”.
Dar de comer no es caridad; es justicia. Ayudar a un minusválido no es bondad; es justicia. Vestir a los desnudos no es altruismo; es justicia. Hospedar a un peregrino no es generosidad; es justicia.
Dar cuatro monedas para sentirse bien es conveniencia. Rechazar al extranjero porque incomoda es injusticia. Someter al débil es tiranía. Hacer chantaje al necesitado es usura. Rezar, para hacerse ver, con un corazón malvado, es fariseísmo. Observar la ley y creerse superior es soberbia. Proclamarse hombre de bien sin misericordia es dureza de corazón. Cantar las alabanzas del Señor y calumniar al hermano es hipocresía.
Danos, Señor, conciencia de que “basta con ser un hombre para ser un pobre hombre”. Ayúdanos, Señor, a no caer en la degradación que supone la versión farisaica de quien está repleto de sí mismo. Haz, Señor, que vivamos tu ley con actitudes humanas sugeridas por el Evangelio.
Bendito seas, Dios, que, en tu Hijo amado, nos has dado «la redención por medio de su sangre» y nos invitas a contemplar en ella tu gran amor de Padre. Nuestro corazón debería estar repleto de gratitud, pero no somos demasiado capaces de darte las gracias, sobre todo por un acontecimiento que parece tan alejado de nosotros y de nuestra vida. Tal vez nos sintamos también algo incómodos: ¿qué podemos darte nosotros a cambio? Nuestro amor es débil: tenemos miedo hasta del menor sufrimiento, tenemos deseos de amarte, pero eso no basta. Sólo tenemos para ofrecerte nuestros pecados: acéptalos y ejerce sobre ellos tu misericordia.
Señor, tú me envuelves con tu amor. Todo mi ser está encerrado por tu amor: el comienzo de mi existir, el curso de mi vida sobre la tierra, mi destino eterno. Gracias, Dios mío, por haberme soñado. Gracias por haberme vuelto a colmar de dones, por haber dispuesto previamente con cuidado todo aquello de lo que tengo necesidad. Gracias por estimarme. Gracias porque me has creado persona y me respetas, incluso cuando uso mal mi libertad. Gracias, sobre todo, porque no me quieres como un objeto pasivo de tu generosidad, sino que me pides que sea un «tú» que responde un «sí» libre de amor. Atráeme, para que yo pueda ser tu alegría.
Señor, quién sabe si nuestra fe se vuelve caridad para con nuestros hermanos y supone para alguno ocasión de una plegaria de agradecimiento. Quién sabe si nuestra fe y nuestra caridad hablan de ti a la gente de nuestro tiempo o bien no dicen nada. Tal vez hayamos renegado de ti no con las palabras, sino con los hechos. Si ha sido así, perdónanos. Estamos enfermos de individualismo y no siempre nos sentimos responsables de nuestros hermanos. Haz crecer en nosotros el sentido de la comunión para que podamos descubrir la belleza de vivir nuestra fe con los otros y hacer juntos cada vez más atrayente el rostro de tu Iglesia. Que tu Espíritu ilumine nuestros ojos para que sean capaces de mirar más allá de nuestra existencia y ver ya desde ahora en nuestra historia los signos de tu amor, que se manifestará en su esplendor totalizador cuando también nosotros queramos recibir nuestra herencia.
Señor, tú eres el Rey de la historia y todo lo que haces es para bien de los que te aman: incluso en las pruebas más difíciles. Te pedimos que con la ayuda del Espíritu veamos con la luz de la fe los complejos acontecimientos de la historia y contemplemos la mano amorosa que dirige el maravilloso proyecto de salvación de tu pueblo y de toda la humanidad. Te damos gracias porque nos llamas a colaborar en tus designios y nos pides que asumamos responsabilidades civiles y políticas. La Palabra de tu Hijo es esclarecedora: nos enseña a tomar conciencia de que el poder humano no puede ser ni «demonizado» ni divinizado, sino que en él se debe manifestar la orientación de nuestra libertad.
Te damos gracias por crearnos a tu imagen y descubrirnos la grandeza de la vocación cristiana. Gracias porque podemos responderte con pequeñas y grandes cosas en la vida cotidiana, en el trabajo, en la política, en el voluntariado, en los asuntos sociales y mundanos, sin evadirnos del compromiso, la fatiga, ni las pruebas del tiempo: la fidelidad y la perseverancia. Gracias porque con tu ayuda podremos vivir todo esto, dándole al César lo que es del César y a ti, nuestro Dios, cuanto es tuyo: nuestras vidas.
La caza del tesoro es el juego preferido, la epidemia más extendida, hoy. Loterías compradas como el pan de cada día. Juegos de azar que arruinan a muchas familias. Esposos que se separan para rescatar los miles de millones del divorcio. Padres que olvidan los afectos más entrañables para hacerse un patrimonio.
¿Hasta cuándo, Señor, seguirá atado el hombre a tanta falsedad? ¿Hasta cuándo se negará a comprender que la vida no está atada a los bienes? ¿Hasta cuándo se embriagará con las mentiras de los medios de comunicación, ignorando que quien acumula tesoros para sí no se enriquece ante Dios?
Sólo quien busca encuentra, sólo quien da recibe, sólo quien rescata con sus propios bienes a un esclavo es libre, sólo quien renuncia a sus comodidades vence la miseria ajena, son quien se muestra solidario con los pobres tendrá cien veces más en esta tierra y, además, la vida eterna.
(...) Desde antiguo ardo en deseos de meditar tu ley y «confesarte en ella mi ciencia y mi impericia, las primicias de tu iluminación y las reliquias de mis tinieblas), hasta que la flaqueza sea devorada por la fortaleza. E...]
Tus Escrituras sean mis castas delicias: ni yo me engañe en ellas ni con ellas engañe a otros. Atiende, Señor, y ten compasión; Señor, Dios mío, luz de los ciegos y fortaleza de los débiles y luego luz de los que ven y fortaleza de los fuertes, atiende a mi alma, que dama desde lo profundo, y óyela. Porque si no estuvieren aún en lo profundo de tus oídos, ¿adónde iríamos, adónde clamaríamos? [...]
[...] Dame espacio para meditar en los entresijos de tu ley y no quieras cerrarla contra los que pulsan, pues no en vano quisiste que se escribiesen los oscuros secretos de tantas páginas. O es que estos bosques no tienen sus ciervos, que en ellos se alberguen, y recojan, y paseen, y pasten, y descansen, y rumien? ¡Oh Señor!, perfeccióname y revélamelos. Ved que tu voz es mi gozo; tu voz sobre toda afluencia de deleites. Dame lo que amo, por ya amo, y este es don tuyo. No abandones tus dones ni desprecies a tu hierba sedienta. (San Agustín Hipona, Confesiones, XI, 2,2 ss)
La caza del tesoro es el juego preferido, la epidemia más extendida, hoy. Loterías compradas como el pan de cada día. Juegos de azar que arruinan a muchas familias. Esposos que se separan para rescatar los miles de millones del divorcio. Padres que olvidan los afectos más entrañables para hacerse un patrimonio.
¿Hasta cuándo, Señor, seguirá atado el hombre a tanta falsedad? ¿Hasta cuándo se negará a comprender que la vida no está atada a los bienes? ¿Hasta cuándo se embriagará con las mentiras de los medios de comunicación, ignorando que quien acumula tesoros para sí no se enriquece ante Dios?
Sólo quien busca encuentra, sólo quien da recibe, sólo quien rescata con sus propios bienes a un esclavo es libre, sólo quien renuncia a sus comodidades vence la miseria ajena, son quien se muestra solidario con los pobres tendrá cien veces más en esta tierra y, además, la vida eterna.
Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!» Dichoso el que, solícito, cumple lo que tiene que hacer: su esperanza se verá recompensada con el bien prometido. Dichoso el que, como atleta fiel, permanezca en la carrera: recibirá una corona incorruptible. Dichoso el que, habiendo puesto la mano en el arado, no mira hacia atrás: recogerá frutos en abundancia.
Dichoso el que procede con templanza y prudencia en el viaje: verá las alegrías eternas. Dichoso el que se muestra constante en la prueba: tendrá la suerte que Dios prepara a sus amigos. Dichoso el que afronta con buen ánimo las fatigas del deber: gozará con la recompensa de sus esfuerzos. Dichoso el que se prodiga en favor de los otros sin segundas intenciones: saboreará el triunfo final. Dichoso el que sirve y piensa en hacer el bien: estará aún mejor en el Reino de los Cielos.
Dichoso el que camina en la verdad desmenuzándola mientras va de camino: sus numerosos seguidores le darán la gloria. Dichoso el que haya dado a Dios tiempo para realizar sus designios: gustará la victoria de los fuertes. Dichoso el que hace su vida útil y santa: se le dará cien veces más. «Dichoso ese criado si, a/llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!».
Tu bautismo en el Jordán, Señor Jesús, me ha revelado el alcance de tu amor: Hijo de Dios, nacido por nosotros. Tu bautismo de sangre, Señor, me ha redimido por tu amor: fuego purificador de mis culpas.
Tu resurrección, Señor, me ha mostrado el poder de tu amor: promesa consoladora de vida eterna. Tu ascensión, Señor, me ha asegurado la plenitud de tu amor: respiración vital y recreadora. Tu pentecostés, Señor, me inunda de tu amor: certeza perenne de luz y calor.
Oh Señor, «renueva la faz de la tierra» y también mi vida.
Piedad, Señor, por mi pereza a la hora de satisfacer las necesidades ajenas; por mi superficialidad, que no es capaz de percibir el llanto de los pobres; por mi tranquilo vivir frente a injusticias incómodas; por tantas palabras inútiles, que se han quedado como vocablos sin corazón.
Piedad, Señor, por mi orgullo, incapaz de juicios imparciales; por mi intromisión, que ha arrebatado a otros su espacio vital; por haberme servido de las ideas de los otros para manifestar sus debilidades; por haber sido un censor rígido de los fallos ajenos y olvidar los míos de una manera culpable.
Piedad, Señor, por mis infidelidades cotidianas, por mi ingratitud —que ha tomado por descontado todo bien—, por mi presunción intolerante frente a la desaprobación, por haber pasado junto a quien estaba solo sin hacerme su prójimo.
Piedad pido a la humanidad, y a ti, Señor, la libertad.