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DEVOCIONA: UNA SÚPLICA DESESPERADA...
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De lo profundo… a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. Salmo 130:1-2.
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Una súplica desesperada el Devocional Hablado
Cierta noche, un hombre bien vestido fue a ver a un creyente muy conocido. Con voz suplicante le pidió: –¡Sálveme! Como su padre había sido un bebedor empedernido, él mismo tenía aversión al alcohol. Pedía socorro porque dos o tres veces por año le sobrevenía la necesidad de beber; entonces debía emborracharse. Después sentía una profunda vergüenza. Pero simplemente debía hacerlo.
El creyente le preguntó: –¿Cómo puedo salvarlo, si usted mismo no lo puede hacer? Las cadenas del diablo son demasiado fuertes como para que yo las rompa. Su visitante se desplomó en el sillón y dijo: –¿No me puede decir otra cosa más? –Sí, fue la respuesta. Deberíamos buscar a Alguien más fuerte que Satanás. –¿Y dónde puede encontrarse alguien así?, preguntó el desdichado. El creyente sólo pronunció un nombre: ¡Jesús! Luego invitó al hombre a arrodillarse y suplicó al Señor Jesús que lo salvase por medio de la sangre vertida para la expiación de los pecados, y que lo librase de su adicción.
Desde ese día Satanás perdió su dominio sobre aquel hombre, quien aún tuvo fieras luchas y derrotas que le provocaban más vergüenza que antes, pero la adicción estaba vencida. El hombre sabía que corría peligro y que sin el Señor Jesús estaría nuevamente derrotado. Por eso debía entregarse en sus manos cada día. Y así lo hizo.
Querido lector, ¿existen cadenas que le impiden acercarse a Dios? ¡Acepte a Jesús como Salvador para que Él las quiebre!
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De lo profundo… a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. Salmo 130:1-2.
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Una súplica desesperada el Devocional Hablado
Cierta noche, un hombre bien vestido fue a ver a un creyente muy conocido. Con voz suplicante le pidió: –¡Sálveme! Como su padre había sido un bebedor empedernido, él mismo tenía aversión al alcohol. Pedía socorro porque dos o tres veces por año le sobrevenía la necesidad de beber; entonces debía emborracharse. Después sentía una profunda vergüenza. Pero simplemente debía hacerlo.
El creyente le preguntó: –¿Cómo puedo salvarlo, si usted mismo no lo puede hacer? Las cadenas del diablo son demasiado fuertes como para que yo las rompa. Su visitante se desplomó en el sillón y dijo: –¿No me puede decir otra cosa más? –Sí, fue la respuesta. Deberíamos buscar a Alguien más fuerte que Satanás. –¿Y dónde puede encontrarse alguien así?, preguntó el desdichado. El creyente sólo pronunció un nombre: ¡Jesús! Luego invitó al hombre a arrodillarse y suplicó al Señor Jesús que lo salvase por medio de la sangre vertida para la expiación de los pecados, y que lo librase de su adicción.
Desde ese día Satanás perdió su dominio sobre aquel hombre, quien aún tuvo fieras luchas y derrotas que le provocaban más vergüenza que antes, pero la adicción estaba vencida. El hombre sabía que corría peligro y que sin el Señor Jesús estaría nuevamente derrotado. Por eso debía entregarse en sus manos cada día. Y así lo hizo.
Querido lector, ¿existen cadenas que le impiden acercarse a Dios? ¡Acepte a Jesús como Salvador para que Él las quiebre!
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