El primer día fue cuestión de chistes. La ciudad entera se rió del suceso. El segundo día siguieron los chistes, aunque menguaron. El tercer día y el cuarto el asunto comenzó a tomar otro cariz. Al sexto día los chistes dieron lugar al miedo. Y ya para el octavo día la situación era insoportable.
La ciudad de Bilbao, España, sufría una huelga de basureros. Los recolectores de desperdicios no daban su brazo a torcer, y miles de toneladas de basura comenzaban a heder y a difundir gérmenes letales. Parecía que la ciudad se ahogaría antes que surgiera alguna solución. Pero al fin las diferencias se resolvieron y Bilbao quedó limpia y sana otra vez.
Si hay una huelga que en verdad afecta una ciudad, es la huelga de recolectores de basura. Una huelga de choferes de autobuses paraliza por un tiempo la ciudad, pero no la asfixia. Si los obreros de una empresa de periódicos hacen huelga, no hay noticias, pero nadie se ahoga. En cambio, si los encargados de recoger los desperdicios se declaran en huelga, el resultado es desastroso. Recoger y quemar diariamente la basura es una labor imprescindible.
Así mismo sucede con nuestra alma. Si está llena de basura, tarde o temprano nos destruirá. Lo peor del caso es que nuestra alma puede acostumbrarse a la inmundicia a tal grado que ni cuenta se da del mal que en ella hay.
No nos damos cuenta, por ejemplo, del mal destructivo que produce la mentira. Hay personas que mienten con tanta facilidad que lo hacen aun cuando les es más provechoso decir la verdad. Por algo dice la Biblia que los mentirosos no entrarán en el reino de los cielos.
¿Y qué del adulterio? Manchar el matrimonio con el adulterio se ha hecho tan común que hay quien se extraña que eso se considere inmundicia. Pero por algo dice Dios que el adúltero tampoco entrará en el reino de los cielos.
Son muchas las inmundicias que fácilmente dejamos entrar en nuestra vida. La lista es larga, y las manchas, negras. ¿Qué del desfalco? ¿Qué del odio? ¿Qué de la ofensa? ¿Qué de la avaricia? Todo eso es basura que ahoga nuestro bienestar.
Ya es hora de que quememos esa basura. De otro modo nuestra vida entera tendrá un hedor tan fuerte que sólo otro sucio la podrá aguantar. La Biblia dice que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Sólo tenemos que aceptar su sacrificio y someternos a su señorío para ser limpios. Saquemos, pues, la basura de nuestra vida, y dejemos que entre y ocupe su lugar nuestro inmaculado Salvador.
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