Ocurrió un 6 de junio mientras transcurría tranquilo el tiempo de la siesta. Las nubes en el cielo azul flotaban suavemente, y los habitantes de la región, ubicados entre los cafetales del valle del Río Páez, a unos 400 kilómetros al sudoeste de Bogotá, Colombia, descansaban en completa calma.
De repente se sintió el remezón del volcán vecino, y tras el temblor, una avalancha de piedras, nieve, barro y tierra, que bajaban de la cumbre a casi seis mil metros de altura. En pocos momentos mil doscientas personas quedaron sepultadas.
Los pueblos que viven en las márgenes de la Cordillera de los Andes conocen este tipo de tragedias. En 1985 la ciudad de Armero, al pie del Nevado del Ruiz, también en Colombia, quedó sepultada por una avalancha. Murieron veintitrés mil personas. En 1970, en Yungay, Perú, una avalancha de barro y piedras sepultó el poblado entero, matando, en cuestión de segundos, a veinticinco mil personas.
Sin embargo, no por conocidas dejan estas tragedias colectivas de sobrecoger el ánimo, angustiar el corazón y despertar perpetuos temores e incertidumbres. ¿Cuándo se producirá la próxima? ¿A qué pueblo de Colombia, de Ecuador, de Perú, de Bolivia, de Chile o de Argentina le tocará?
Usamos la palabra «avalancha» para denotar algo que se produce en forma inevitable, masiva y rápida. El diccionario define «avalancha», o su sinónimo «alud», como «lo que se precipita súbita e impetuosamente». De ahí las expresiones «avalancha de votos», «avalancha de gente» y «avalancha de aplausos».
No sólo en Los Andes hay avalanchas. Las hay, también, en la sociedad en todo el mundo. El vocablo «avalancha» puede describir las violencias que hay en muchas partes de la tierra. Tenemos avalanchas de abortos en los países más civilizados; avalanchas de drogas introducidas por conducto de aeropuertos, fronteras y playas; y avalanchas de amor libre, de sexo ilícito y de homosexualidad y lesbianismo, que sin hacer ruido destruyen a millones de personas.
¿Qué hacer para librarnos de esas avalanchas? Simplemente ubicarnos fuera de su camino. No tenemos que estar en el paso de las avalanchas de drogas, alcohol, infidelidad, deshonestidad y engaño. Hay Alguien que nos puede librar de esos aludes. Es Jesucristo, el Hijo de Dios. Él desea librarnos tanto del mal como de sus consecuencias, pero sólo lo hace si le damos nuestro corazón y nos sometemos a su divina voluntad. Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él nos librará de esas avalanchas.
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