Verónica Argüello comenzó el paseo. Fue un paseo fuera de lo común, en camilla y por pasillos iluminados. Un paseo silencioso, llevada por enfermeras en zapatillas. Los que se cruzaban con ella le sonreían débilmente. Sería el último paseo de Verónica, un paseo que se interrumpiría bruscamente en medio del camino. Aquella joven argentina, de apenas catorce años, iba a recibir en Toronto, Canadá, el segundo trasplante de hígado. Estaba grave, muy grave, casi en estado de coma.
A la mitad del paseo de la sala hasta el quirófano, abrió los ojos, miró a su mamá por última vez y le dijo: «Mamá, ya estoy lista.» De allí partió a la eternidad. No logró siquiera llegar a la sala de operaciones.
El caso de esta adolescente enferma conmovió por lo menos a tres países: Argentina, Estados Unidos y Canadá. El hígado no le funcionaba, así que la llevaron desde Buenos Aires, Argentina, país en el que nació, hasta Los Ángeles, California, en busca de un tratamiento apropiado. De Los Ángeles la trasladaron a Dallas, Texas, y de Dallas a Toronto, Canadá, porque tanto en Dallas como en Toronto había especialistas en trasplantes de órganos.
Centenares de personas en los tres países aportaron dinero para su operación. Se pusieron a su disposición los mejores equipos médicos. Y fue la receptora de dos donaciones de hígado, algo extraordinario en esos tiempos. Pero nada de eso dio resultado. En el último pasillo del último hospital, camino a la sala de operaciones, Verónica sonrió, miró a la mamá y le dijo: «Estoy lista», y abandonó el cuerpo.
No se contempla con tanto miedo la muerte cuando se está preparado para morir, cuando el alma está en armonía con Dios al haber aceptado la paz que Cristo hizo por nosotros con Dios al morir en la cruz. Cuando llegamos a disfrutar de esa paz, se anhela más el cielo que la tierra, la vida eterna más que la presente, y a Jesucristo, el Señor y Salvador, más que a ninguna otra persona de la tierra.
Al fin Verónica pudo descansar. Su corazón no daba más. Su cuerpo se quebraba. Su alma se liberó de esa cárcel material. Pero estaba preparada para morir, y morir así no es morir. ¡Es renacer! Es dejar las sombras grises de este mundo para entrar en la luz esplendorosa de la presencia de Cristo.
Esa sufrida joven había aprendido a tiempo la valiosísima lección que Cristo mismo enseñó mediante la parábola de las diez jóvenes solteras: «Las jóvenes que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas. Y se cerró la puerta —dijo el Señor—. Así también ustedes deben estar preparados.»1
|