Abrían los cuerpos mediante cortes precisos. Les quitaban sus vísceras y los rellenaban de una mezcla de materia orgánica y barro. Si había algún hueso roto, lo sustituían con un hueso similar, o con un hueso de otro ser humano o de animal.
Revestían la cabeza con una máscara de arcilla para preservar las facciones. Y simulaban el cabello con pelucas finamente confeccionadas.
Quienes hacían ese admirable trabajo de momificación, igual o superior al de los egipcios de la época de los faraones, eran los pobladores de un modesto y desconocido pueblo indígena del norte de Chile, que vivieron hace más de siete mil años.
Así lo informó a la prensa Hans Niemayer, director del Museo Nacional de Historia Natural de Chile, cuando tenía a su cargo las investigaciones arqueológicas en la antiquísima «Cultura de Chinchorro», que floreció en el desierto del norte de Chile un siglo antes del desarrollo de la cultura egipcia.
Según Niemayer, el arte de embalsamar que practicaron los egipcios como consumados maestros, pero no con antelación a este pueblo indígena suramericano, tiene al parecer un solo fin: perpetuar de algún modo la presencia física del fallecido. El eterno anhelo de la humanidad es el de eliminar la muerte y prolongar la existencia todo lo que se pueda, aunque sea en una forma momificada.
Todas las culturas de la antigüedad que desarrollaron alguna forma de religión idearon un lugar de delicias y felicidad para los buenos, y uno de castigo y angustia para los malos. En la mitología grecorromana, la morada de las almas de los héroes y de los hombres virtuosos, lugar de delicias, eran los Campos Elíseos o la Isla de los Bienaventurados. De igual modo, en la mitología escandinava y germánica, la morada eterna de los héroes muertos en la lucha era Valhala, lugar donde brillaba siempre el sol y se bebía buen vino.
Los judíos, por su parte, creían en el seno de Abraham, lugar en que las almas de los justos aguardaban la llegada del Redentor. Los hindúes concebían muchos paraísos y el nirvana, estado de paz y felicidad. Y los indígenas norteamericanos soñaban con grandes cotos de caza, donde abundaba el bisonte y la tierra estaba llena de manantiales.
A pesar de todas sus creencias sentimentales y de su anhelo de supervivencia, el ser humano sigue muriendo, y la muerte sigue siendo la reina de los espantos.
Sin embargo, en medio de tantas nociones imaginativas y esperanzas fallidas, Dios envía al mundo a su Hijo Jesucristo como vencedor del sepulcro y conquistador de la muerte, que asevera: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera».1
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