Cómo sobrevivir en un mundo lleno de enojo
por Charles F. Stanley
DISTINGUIR ENTRE EL ENOJO BUENO Y EL ENOJO MALO
El enojo puede ser de dos clases: justo o injusto. Para saber cuándo es adecuado, examinemos las respuestas de Cristo a las situaciones irritantes. Se indignó y entristeció por el corazón endurecido de los líderes religiosos (Mr 3.1-5), y los reprendió firmemente por descarriar a la gente con su legalismo hipócrita (Mt 23.13-33). Cuando los mercaderes convirtieron el patio del templo en una “cueva de ladrones”, el Señor manifestó su celo por la casa de su Padre utilizando un látigo para echarlos de allí (Mt 21.12, 13; Jn 2.15).
En estas situaciones, Cristo estuvo motivado por el celo por su Padre, y por su compasión hacia las personas. Aunque Él fue personalmente víctima de muchas injusticias durante toda su vida terrenal, nunca respondió con hostilidad. Incluso en la situación más injusta —su sufrimiento inmerecido y su muerte en la cruz— Jesús respondió: “Padre, perdónalos” (Lc 23.34).
El ejemplo del Señor nos enseña lo que es la indignación justa: una apasionada respuesta a cualquier mal cometido contra otra persona, y el insulto dirigido a Dios. La ira injusta es egocéntrica, y se expresa en formas destructivas: la rabia es una explosión incontrolada que hiere a todos, mientras que el resentimiento se interioriza y hierve a fuego lento como en una vasija de barro que escupe veneno tóxico en el corazón.
Aunque somos propensos por naturaleza a estas expresiones impropias de ira, no tenemos que ceder a ellas. El Señor nos ha dado su poder para controlar nuestras reacciones, y por eso no tenemos que dejar que nos controlen. Al aprender la manera correcta de hacer frente a situaciones que nos saquen de quicio, podemos tener la victoria sobre las actitudes, palabras y acciones carnales.
PAUTAS PARA MANEJAR EL ENOJO
Confiéseselo a Dios. Cuando los sentimientos de hostilidad nos devoren, debemos reconocerlos de inmediato ante el Señor. Aunque muchas personas admiten fácilmente su hostilidad, otras la han negado por tanto tiempo que no son conscientes de su presencia.
Cierta noche, después de haber predicado un mensaje sobre el resentimiento, se me acercó una mujer, y dijo: “He estado enojada durante toda mi vida”. Era una cristiana que quería vivir una vida consagrada, pero había algo enterrado en lo profundo de su ser que la mantenía inquieta, robándole el gozo y la paz. Solo después de escuchar hablar de la ira reprimida fue capaz de identificar el motivo del malestar que había en su alma.
Reprimir el enojo es autodestructivo, pero expresarlo impulsivamente puede dañar a otros. Todos necesitamos una manera de desahogarnos de nuestros sentimientos negativos, pero sin herir a nadie. El único que puede manejar ese desahogo es el Señor. Él ya conoce lo terrible que son nuestros pensamientos y sentimientos. Exprésele todo su dolor, turbación, hostilidad y resentimiento. Pídale que trabaje en su corazón para ayudarle a responder de una manera que lo glorifique a Él y que sea de bien para usted y para otros.
Identifique el origen. Aunque esto parece relativamente sencillo, precisar la raíz del enojo puede ser un proceso difícil. Somos maestros en el arte de transferir nuestra animosidad de la fuente original, descargándola contra cualquiera que esté cerca. Puede ser tan simple como gritar a los niños por una situación frustrante en el trabajo, o tan complejo como un patrón de comportamiento destructivo que tiene su origen en un trato abusivo en la niñez.
Es posible que a usted no le agrade la idea de escarbar en los lugares dolorosos de su alma para sacar una raíz de amargura. Pero si no cambia, pasará su vida tratando los síntomas, mientras que el cáncer oculto del resentimiento se apodere de su alma.
Enfréntelo de inmediato. Efesios 4.26, 27 nos dice que no debemos dejar que el sol se ponga sobre nuestro enojo. De lo contrario, le damos al diablo una oportunidad de torcer nuestra manera de pensar con mentiras, justificaciones y excusas; fomentando el odio, incitando el deseo de venganza, y sembrando semillas de amargura.
Aunque se nos dice que debemos resolver nuestra ira con prontitud, el grado de la ofensa o de la herida puede afectar el tiempo que nos lleve tomar la decisión. Un agravio menor puede ser perdonado fácilmente, pero una tragedia personal, como la muerte de un hijo causada por un conductor ebrio, tomará más tiempo. En situaciones difíciles como ésta, podemos comenzar por reconocer ante Dios la necesidad que tenemos de manejar nuestros sentimientos, y confiar en que Él nos ayudará a seguir adelante con nuestro dolor hasta que podamos perdonar.
No peque. La ira en sí no es pecado. De hecho, la Biblia habla a menudo de la ira de Dios. Nuestra capacidad de tener este sentimiento es simplemente parte de haber sido hechos a su imagen. Sin embargo, por nuestra inclinación al pecado, esta capacidad dada por Dios es mal utilizada. Hay dos maneras en que nuestra ira se expresa de manera pecaminosa: cuando nos aferramos a ella, o cuando arremetemos contra otros (Ef 4.26, 29).
Santiago 1.19 nos dice que seamos “pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse”. En cualquier conflicto, nuestro objetivo debe ser entender, no defendernos. No diga nada y escuche, pídale en silencio al Señor que le ayude a entender a la otra persona.
Cambie de actitud. Los creyentes tenemos nueva identidad en Cristo, y estamos siendo transformados según su imagen (Ef. 4.22-24). Ya que la amargura, el enojo y la ira no corresponden más con lo que somos, tienen que ser “quitados” como la ropa sucia (v. 31). En lugar de eso, debemos vestirnos de “entrañable misericordia, de benignidad, de mansedumbre, de paciencia” (Col 3.12).
Perdone al ofensor. Si no perdonamos a las personas que nos han agraviado, la amargura y el resentimiento echarán raíces en nuestras vidas. Solo renunciando a nuestro derecho a la venganza y al desagravio, podremos comenzar a experimentar la libertad que Dios desea para sus hijos. Si entregamos nuestros sentimientos de hostilidad al Señor, su presencia comenzará a restaurar y a sanar nuestros corazones heridos.
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