Ya era anciano, pero aún recorría a pie los tres kilómetros hasta la orilla del río, y esperaba allí mientras el barco bajaba. Al pasar el barco, el hombre se quitaba el sombrero y lo agitaba hasta que el capitán le devolvía el saludo. Cuando el barco comenzaba a alejarse, el anciano volvía a ponerse el sombrero y emprendía la marcha de regreso a su casa. Esa fue su rutina dos veces por semana, semana tras semana, mes tras mes y año tras año.
Los de la comunidad sabían por qué lo hacía. Pero un día un extraño lo vio acercarse al río, esperar y saludar con entusiasmo al barco que pasaba. Antes que el anciano volviera sobre sus pasos los tres kilómetros, el extraño le preguntó por qué seguía esa rutina.
«Tengo treinta y siete años de estar haciéndolo —respondió el anciano—. Es que me encontraba una noche pescando en las aguas del río. No lo sabía, pero río arriba se había desencadenado una fuerte tormenta. Cuando menos pensé, quedé envuelto en la corriente causada por la tormenta. Mi canoa dio vuelta y quedé atrapado en las fuertes corrientes de agua. Pensé que no me salvaría, pero en eso me lanzaron una soga. La agarré, y me arrastraron a ese barco. Pasé varios días en el barco mientras recobraba la salud. Nunca olvidaré lo que esos hombres hicieron por mí.»
No hay duda de que cualquiera de nosotros que hubiera sido salvado de semejante muerte habría sentido lo mismo. Siendo así, ¿por qué será que no le manifestamos la misma gratitud a Dios, sobre todo si tenemos salud, techo sobre la cabeza y comida para el estómago? No tenemos que ser ricos para reconocer que Él suple nuestras necesidades básicas día tras día. Con todo, muchos de nosotros nunca pensamos en Dios. No se nos ocurre que cada grano de maíz no podría producir los millones de granos que produce si Dios no lo permitiera.
Mostrémosle a Dios lo agradecidos que estamos. En vez de agitar el sombrero, como hacía el venerable anciano, ¿por qué no levantamos la voz en señal de gratitud? Digámosle al Señor, en las palabras del salmista:
Los lazos de la muerte me enredaron; me sorprendió la angustia del sepulcro... Entonces clamé al Señor: «¡Te ruego, Señor, que me salves la vida!»...
Tú me has librado de la muerte, has enjugado mis lágrimas, no me has dejado tropezar...
Yo, Señor, soy tu siervo; soy siervo tuyo, tu hijo fiel; ¡tú has roto mis cadenas!
Te ofreceré un sacrificio de gratitud...1
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