La niña Tami Hagan, de nueve años de edad, murió de leucemia el 10 de marzo de 1972. Como otros tantos niños, víctimas de este terrible e incurable mal, se fue apagando despacio, como se marchita un lirio o se derrite una vela.
Tami nunca supo la enfermedad que tenía. Sentía que sus fuerzas la abandonaban y que la vida se le iba escapando, pero no llegó a saber lo que consumió su sangre y su aliento. Al día siguiente de su entierro, encontraron el pequeño diario que había escrito. Entre sus páginas hallaron un escrito en prosa sencilla, que decía así:
«Gracias, Señor, por haberme dado un día más de vida. Me gusta ayudar a los demás. Gracias por mi familia. Vivimos muy felices y jugamos juntos de muchos modos. Gracias por el sol y por el buen tiempo. Es maravilloso estar viva hoy.»
El título que la niña le había puesto a su breve composición era «Gracias por la vida».
Cuando personas ingratas reniegan de la vida y maldicen los días que Dios les ha dado; cuando personas deshonestas abusan de la confianza, de los bienes más preciados y de la inocencia de los desprotegidos; cuando jóvenes incautos arruinan su vida ahogándola en las drogas, en el alcohol y en la inmoralidad sexual; y cuando personas sanguinarias planean asesinatos y matanzas, segando la vida de una víctima tras otra, es reconfortante leer las alentadoras palabras de aquella niña moribunda. Ella sabía, por instinto, que se acercaba el fin de sus días en este mundo. Por eso, como una mariposa de otoño que se remonta en su último vuelo por el jardín, escribe en su diario unas notas en que da gracias a Dios por la vida y lo alaba porque Él hace bien todas las cosas.
Jesucristo, poniendo a un niño en medio de sus discípulos, les dijo que, si no cambiaban y se volvían como niños, no entrarían en el reino de los cielos.1 Hay centenares de personas que reniegan de la existencia y maldicen los días que Dios les ha dado, y esto sólo porque las cosas no les salen como ellos quieren. Lo cierto es que no padecen de nada que no pueda curarse con un poco de resignación y de gratitud, como las que mostró con sumo valor la pequeña Tami. Si, al igual que ella, aprendemos a darle gracias a Dios en todo, veremos cómo cambiará por completo nuestra vida. Por eso el apóstol Pablo, después de sufrir terribles penurias a manos de sus perseguidores, nos exhortó a que demos gracias a Dios en toda situación. Después de todo, esa es su voluntad para nosotros sus hijos.2
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